1

A las ideas, cuando hacen falta, hay que ir a buscarlas al baúl del pasado: pero donde hacen falta es en nuestro preciso lugar y momento. A muchas personas, artistas o no, les gustaría hacer al revés: en lugar de traer al presente las ideas (que a veces vienen quejándose, como chicos de cinco años que no quieren ir a la escuela), preferirían ir y refugiarse con ellas: salir a la calle y decir: “taxi, lléveme a los años 1970, la década de auge del autorretrato fotográfico femenino. Pero agarre por la pintura de los ochenta y sus parodias solemnes de la alta cultura, la música y el cine, ¿sabe?”. “Sí, va a ser mejor por ahí”, respondería el taxista, “que por el posconceptualismo de la generación Pictures”. Los críticos de arte, a falta de un trabajo mejor, podríamos dar un examen como el que se exige para recibir una licencia de taxista en la ciudad de Londres: un complicadísimo interrogatorio oral, en un cuarto cerrado y sin mapa, donde el candidato a iniciarse debe dar varias veces la respuesta exacta: ¿cómo ir de tal lugar a tal otro?

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

02

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

04

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

03

Flavia Da Rin, y otros miembros del colectivo disperso reconocible como “artistas de los 2000”, estaban en la situación inversa: demasiado mapa y pocos medios de transporte. Forman (¿formábamos?) parte de una generación que tenía todo muy cerca y muy lejos al mismo tiempo. El chorro de información (películas y discos, así como las novedades del arte más reciente) que llegaba a través de un cable subacuático en algún punto cercano a la localidad de Las Toninas era prácticamente todo lo que había a mano para la aventura juvenil del desarrollo personal en los años que rodean la crisis de 2001: no piensen en nada parecido a algún tipo de estructura que permitiera al mismo tiempo la educación sentimental y la supervivencia. Da Rin por aquellos años se sacaba fotos y les pintaba encima.

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

05

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin
06
AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

07

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

08

En 2004 se autorretrata desdoblada en dos chicas rubias en la cama: como Janice Guy, en ropa interior (un camisón blanco); como Eleanor Antin, convertida en un personaje, o en dos mejor dicho. Una tiene en sus manos pesos y dólares (billetes de cien), que sopesa como si no entendiera bien qué son, mientras la otra la mira enfocándola con un modelo de cámara digital acorde al tiempo y lugar. De aquellas artistas estadounidenses que se sacaban fotos en todo tipo de poses y vestuarios, ya que las fuimos a buscar, quedémonos con una idea: lo que menos les interesaba era la cámara que estaban usando. Da Rin igualmente tenía a su disposición la historia ya existente de la fotografía contemporánea argentina (sus problemas con el espacio urbano, con el registro serial, con el ensayo, con el pictoricismo, con el aparato, etc.) pero también la intuición de que la fotografía como medio no tenía otro destino que su crucifixión como “contenido generado por usuarios”, según una definición de los primeros años de las redes sociales. El nudo gordiano de cualquier dilema mejor se resuelve con la patada del desenfado: Da Rin se desentiende antes que nada de la fotografía como medio, de la cámara como problema y de la disyuntiva de aquel momento, tan acuciante como mitológica, del equipo digital o analógico. En puntitas de pie y silbando bajito se levanta de la cama para sentarse frente a lo que verdaderamente importa en toda esta discusión técnica: la computadora y los elementos de edición. Allí están sus nuevos instrumentos. A Da Rin habría que estudiarla por eso junto con otros artistas de la sed tecnológica como Oligatega Numeric, un grupo formado al calor de postales como el hardware libre, la auto organización y el parate.
AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

09

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

10

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

11

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

12

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

13

2

Cada quien siente cosas diferentes frente a un grupo de fotos, cuadros, pósters o dibujos en una pared. Se puede pensar que cada obra es la tapa de un disco de una banda: que detrás de cada imagen hay música, letra y protesta. Una sensación parecida y también recurrente es la de los distintos mundos: si cada marco fuera una ventana, o una pantalla que transmitiera desde algún lugar, cada obra sería la embajada de otra realidad o de otro momento de la historia. Al ver reunida la obra de Da Rin la sensación es de teoría conspirativa: algo tienen en común las imágenes de distintas épocas, como si un personaje en silencio las hubiera recorrido todas para darle un sentido propio a la historia. El personaje de esta herejía es una artista mujer, lo que da un punto de apoyo: entre tanta perorata disponible sobre la apropiación histórica, la cita, la alta cultura, la ópera, el cine, etc., etc., Da Rin encuentra un problema en el archivo: todo bien con las referencias permanentemente remozadas a la historia del arte, dice, pero en esa historia el rol de la mujer artista (burguesa) es quedarse en la casa tejiendo o dibujando. La idea de la artista mujer que permite la historia del arte es la de la artista amateur. ¿Narcisismo? ¡Mala palabra! Linda Nochlin y sus lectoras más atentas en el Reino Unido lo establecieron con claridad: mientras del otro lado del Atlántico Judy Chicago se obstinaba en redescubrir a las “mujeres artistas olvidadas” para enmendar la historia del arte burguesa, en Londres prosperó la idea más incendiaria de destruir el género (el canon) en lugar de negar la realidad histórica de su violencia. (Sarah Lucas tuvo una idea parecida: a los coleccionistas hay que darles un pene gigante si eso es lo que quieren. Así comenzó la serie de sus Maradona, un título más en la historia de la superioridad intelectual y ética del feminismo británico.) Al imaginarse como Artemisia Gentileschi, Da Rin retrata el rol de la artista mujer como el de Judith cortando cabezas: el impulso viene de la escena musical grunge y de las bandas de mujeres que enfrentaron problemas parecidos en sus vínculos con la industria del rock. Para esa violencia gráfica de carpeta estudiantil, sus ídolas podrían ser Courtney Love de Hole, Donita Sparks de L7, Kat Bjelland de Babes in Toyland, Mia Zapata de The Gits, trágicamente asesinada: 7 Year Bitch (“Dead Men Don’t Rape”) le dedicó un álbum, Viva Zapata!, en 1994. Pero, para volver rápidamente al tema, lo cierto es que el arte argentino de la década de 1990 con sus estrategias introvertidas no estaba ofreciéndoles soluciones a artistas como Flavia Da Rin, Sandro Pereira o Adrián Villar Rojas. No porque entre los años 1990 y los 2000 haya habido una crisis, sino por un cambio en la noción de su propia subalternidad que el arte argentino tuvo en los 2000, en términos que Fabio Kacero o Nicolás Guagnini no podrían jamas haber tenido. Si es verdad que el arte de los años 2000 ostentó un narcisismo explícito, emprendedor y en sus mejores momentos también oposicional, Da Rin tuvo la dicha de poner sus propios problemas en esa canasta compartida con sus colegas. La literatura no se escribe con palabras sino con toneladas de aburrimiento; Da Rin (que según dijo a veces está harta de ella misma), convirtió su hartazgo en una piedra filosa.

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

14

AUREA-PLASTICA-Flavia Da Rin

15

IMAGEN DE PORTADA: SIN TITULO, 2005-2007.

01. SIN TITULO, 2019.
02. SIN TITULO, 2014 (WIGMAN ESCUELA 1). DE LA SERIE TERPSICORE ENTREGUERRAS.
03. SIN TITULO, 2014 (CENSI). DE LA SERIE TERPSICORE ENTREGUERRAS.
04. SIN TITULO (CODREANU BRANCUSI III), 2014. DE LA SERIE TERPSICORE ENTREGUERRAS.
05. SIN TITULO, 2016. DE LA SERIE BURDENS OF LIFE.
06. AUTORETRATO, 2016.
07. SIN TITULO, 2009. DE LA SERIE RAPADA.
08. SIN TITULO, 2009. DE LA SERIE RAPADA.
09. SIN TITULO, 2004.
10. SIN TITULO, 2004.
11. SIN TITULO, 2010-2011 (FLOTANTE). DE LA SERIE UNA FIESTA PARA SACUDIRSE EL TERROR DEL MUNDO.
12. SIN TITULO, 2016.
13. SIN TITULO, 2004.
14. SIN TITULO, 2008. DE LA SERIE EL MISTERIO DEL NIÑO MUERTO.
15. SIN TITULO, 2008. DE LA SERIE EL MISTERIO DEL NIÑO MUERTO.

En su primera exposición retrospectiva, la artista presenta quince años de trabajo. Y la recorrida por su obra es una pregunta juguetona sobre la verdadera identidad de Da Rin, que en sus composiciones fotográfico-digitales aparece deformada o perfeccionada, vuelta hombre, moribunda, guerrillera, con el cuerpo como vehículo primordial a la hora de radicalizar su percepción de sí misma.

El “¿Quién es esa chica?” que titula la primera exhibición retrospectiva de Flavia Da Rin (curada por Laura Hakel para el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires) refiere obviamente a las maniobras de desdoblamiento, diablura y disfraz que la artista realiza sobre su propia imagen con una dedicación inflexible. No es tanto la expresión de maravilla que provocan algunas muchachas al irrumpir, como fugadas de un sueño o de un videoclip, en el medio de un lugar cualquiera, sino una pregunta juguetona sobre la verdadera identidad de Da Rin, que en sus composiciones fotográfico-digitales aparece deformada o perfeccionada, vuelta hombre, moribunda, guerrillera.

La pregunta podría hacérsela también, con todo el derecho del mundo, el público casual del museo, que lo más probable es que no tenga ni idea de quién es esa chica cuya obra estruendosa y angelada ocupa toda una sala y está plagada de recovecos increíbles para posar un rato los ojos. Pero consideremos por un momento la posibilidad de que sea la propia escena porteña del arte la que en este 2019 de tribulaciones se está haciendo la pregunta a sí misma. Imaginemos que la escena del arte tiene algo así como una mente capaz de preguntarse ¿quién es esa chica? ¿Y yo, que soy la escena porteña del arte, en qué me parezco a ella?

La exhibición sirve entonces para presentar un caso ejemplar: el de una chica de clase media nacida durante los últimos años de la dictadura y que entró a los 2000 bajo el signo de un modelo de artista que se está extinguiendo, el artista “de proyecto” o artista contemporáneo. Inés Katzenstein dijo hace poco en una entrevista con el diario online El Flasherito que “el proceso de profesionalización del arte tal como lo estamos viendo trae consigo demasiadas pérdidas en el ámbito de la sensibilidad. Y en contextos precarizados, aún no conocemos demasiado los beneficios”. Esa chica, por lo tanto, fue alguien capaz de empalmar con el momento histórico en el cual todavía era posible experimentar los beneficios (económicos, simbólicos) de ser una artista contemporánea. En gran parte por el fluctuante panorama político y económico del país, la generación a la que Da Rin pertenece junto a otros nombres como el de Luciana Lamothe o Adriana Minoliti parece haber sido la última, sino la única, en haber tenido margen para identificarse plenamente con este modelo. Detrás de ellas la puerta se cerró, la fiesta terminó y dedicarse al arte de manera ininterrumpida durante 15 años para terminar en un museo suena hoy en día como un desvarío intoxicado.

Sin embargo hay algo en la obra de Da Rin que hace que la muestra no se sienta del todo como la postal del mejor momento de una fiesta a puertas cerradas, sino que abre un espacio de identificación más allá del yo profesional. El montaje favorece una lectura narrativa y semi-cronológica del trabajo gracias a la cual pueden percibirse en capítulos más o menos ordenados una soledad originaria, un coming of age artístico con amigos y amores, un ingreso traumático a la región más chic del mercado, la maternidad, algún soplido triste de muerte. No conviene apartarse mucho de esta narración, sobre todo porque la misma Da Rin tampoco reniega del cuentito y, en sintonía con artistas modernas como Claude Cahun o posmodernas como Eleanor Antin, construye una mitología privada que podría servir como correlato de su experiencia en el paisaje exterior de lo social. El elemento autobiográfico en este caso sirve para registrar, aunque más no sea de un modo expresionista, el pasaje del cuerpo y la psicología a través de la historia.

Desde las tempranas fotos en su cuarto, en su baño y en su cama postadolescente, pasando por el tratamiento paródico al que somete al jet set del arte y por las alegorías dramáticas del proceso creativo, hay una gran contorsión de fondo que encuentra siempre su respuesta en este cuerpo de obra que puede verse hoy restituido casi por completo en el museo. Pero a diferencia, por ejemplo, de Marcia Schvartz, otra mujer artista que usa su propia imagen como pararrayos para lo anímico, Da Rin prefiere reformularse en avatares que la dispersan y la universalizan. Su relación con su propia imagen es la misma que tiene con la fotografía, que se ve despojada de toda función como soporte de registro empírico y es empleada en cambio como mero instrumental para una exploración más compleja del ánimo como narración descentrada. Gracias a esta desnaturalización de lo fotográfico es que abraza la realidad como experiencia rara antes que como sucesión objetiva de hechos y esto le permite vincularse con otras tradiciones, teóricas, prácticas o ficcionales, como el surrealismo, la danza modernista o las revistas de chimentos.

Su avanzada sobre la autopercepción como concepto es una continuidad de las exploraciones del feminismo setentista y un triunfo contra lo que la misma Eleanor Antin definiría como “las limitaciones tiránicas del sexo, la edad, el talento, el tiempo y el espacio”, parámetros que tiene en cuenta el yo para pensarse a sí mismo y de los que de a poco estamos tratando de deshacernos. Da Rin se mira en la interfaz del Photoshop como si ese espacio virtual fuera un espejo y lo que la pantalla le devuelve es justamente una imagen de ella misma liberada de las limitaciones tiránicas: puede ser hombre, puede ser vieja, puede ser rica, puede estar muerta; puede también ser una larva, una presencia trascendental. Incluso, como lo muestra su serie Terpsícore entreguerras, puede ser otra mujer artista, una de existencia histórica comprobable y llamada, por ejemplo, Mary Wigman. Saltando sobre el corralito de la intimidad y la autorreferencia, el camino más tardío de Da Rin la llevó a reencontrarse con una comunidad de artistas para las cuales el cuerpo fue el vehículo primordial a la hora de radicalizar su percepción de sí mismas. ¿Quién es esa chica? dice también que el siglo XX fue un segundo Génesis: implicó la aparición culturalmente persistente de una mujer creada por las propias mujeres.

Aunque los y las aspirantes a artista tengan problemas para reconocerse en esta muestra, dado que amasar tanta obra y tan buena como para llenar una sala de museo parece ser en Argentina una posibilidad cada vez más lejana para las personas no millonarias, esta retrospectiva sirve, por un lado, para exhibir, con cierta melancolía, lo que la imaginación ilustrada de la clase media es a veces capaz de proyectar; habla del privilegio clasemediero de poder invertir recursos en un vaivén maníaco que se da entre la deformidad y la perfección. Por el otro, cementa la reputación de Da Rin como una narradora triunfal, y la victoria sobre aquellas “limitaciones tiránicas” no es solo suya sino que también se socializa en una expresión universalizante. Da Rin, como los personajes que prepara y también un poco como nosotros mismos, puede ser cualquier cosa: políticamente revulsiva, muy graciosa, feminista, legendaria. Su historia es una rapsodia tímida que el tiempo convirtió en manifiesto y su pequeña soledad, algo que el arte vuelve multitud.

El viernes 20 de septiembre a las 18.30 habrá un encuentro en sala de la muestra ¿Quién es esa chica?, que se propone desarrollar tres ejes fundamentales en la obra de Flavia Da Rin. Con I. Acevedo, Fermín Eloy Acosta y Marisa Rubio. El sábado 28, a las 16, en el marco de la semana de la ciencia, la licenciada Melina Masnatta, tecnóloga educativa brindará una visita guiada por la exhibición. La muestra se puede visitar hasta el 29 de septiembre en el Museo de Arte Moderno, Avda. San Juan 350.

https://www.pagina12.com.ar/216192-quien-es-esa-chica-de-flavia-da-rin

En todas las versiones de sí misma que Flavia Da Rin construyó durante casi dos décadas, lo que hizo fue descentrarse, deconstruirse, fluidizarse.

Tenía 25 años y había tomado la decisión de ser deforme”, afirma Flavia Da Rin en el catálogo de su muestra. Por mi parte, me faltan solo tres años y medio para cumplir cincuenta y empiezo a pensar que es maravillosa la idea de transformarme en alguien totalmente deforme. Tantos años pasé tratando de ser “linda” que ahora la idea de ser un monstruo lo antes posible, me parece un gran acto de revancha. No me importa engordar, ni vestirme bien o mal y no le dedico nada de tiempo al cuidado facial de ninguna especie. Aunque cuando se me ocurre prender ese aparato obsoleto que es la televisión –algo que hago con muy poca frecuencia– las publicidades me incitan a hacer todo lo contrario. En un video con música rimbombante y pesados cortinados color rosa viejo que se descorren con dramatismo, Valeria Mazza me propone luchar contra las “arrugas gravitacionales”. Bueno, casi me obliga a hacerlo, más que una invitación parece un mandato. No recuerdo si dejar de teñirme el pelo fue o no parte del plan de volverme un monstruo, pero desde que las canas empezaron a diseñar una flor de lis en mi cabellera, empecé a escuchar comentarios al respecto constantemente. Nunca en mi vida me compararon tantas veces con Susan Sontag (alguien que además nunca leí). Como si la única forma en que estuviera justificado (y perdonado) que una mujer mostrara voluntariamente sus canas fuera en el caso de ser una intelectual neoyorquina.

En “El misterio del niño muerto”, obra que es parte de la exhibición Quién es esa chica, y que puede verse hasta octubre en el Museo de Arte Moderno, Flavia Da Rin organiza un funeral para despedir la juventud de su identidad artística, uno de sus tantos yoes: siempre me sonó cacofónico el plural de este pronombre, y no sé si es correcto gramaticalmente, pero los desarrollos tecnológicos de los últimos tiempos hacen que no me quede otra opción que utilizarlo. Con desarrollos tecnológicos me refiero sobre todo a los teléfonos celulares inteligentes. Esos adminículos que nos acompañan ininterrumpidamente y que son, para gran parte de la humanidad, antes que nada, cámaras para autorretratarse y multiplicarse. Es decir, espejos potenciados. Dice Wikipedia que “los espejos se usan comúnmente para el aseo personal o para admirarse a uno mismo”. Cuando paso horas acostada en la cama sacándome selfies con todas las expresiones faciales posibles para luego contemplarlas durante largos minutos hasta el momento de decidir cuál subir a instagram, siento que mi celular solo sirve para obsesionarme con mi propia imagen y por lo tanto para aislarme del mundo. Paradójicamente todas las publicidades de empresas de celular no paran de proclamar que nuestros teléfonos y nuestros planes de datos nos volverán más empáticos y solidarios, nos harán finalmente conocer el amor.

¿Existe alguien que tenga un celular y que no esté todo el día sacándose selfies? Me niego a creerle a cualquiera que niegue este axioma de la era de la administración digital del mundo, como llama Eric Sadi a nuestro presente. Y no es que esté orgullosa de perder tanto tiempo autorretratándome y contemplándome, es que no puedo evitarlo. Aunque quizás no todo sea tan terrible; quizás, finalmente, gracias el vergonzoso acto compulsivo de volver una y otra vez nuestra mirada sobre nosotros mismos, terminemos perdiendo el deseo de tener una identidad fija. Tal vez se trate de un narcisismo exacerbado pero temporario, y luego de autocontemplarnos hasta el hartazgo el pronombre “yo” mute para volverse algo menos definitivo, menos trágico, más abierto y maleable. A través de una obra impecablemente irónica, es decir brillante en su diagnóstico del espacio mental en el que habitamos, Flavia Da Rin, proféticamente, puso en escena estas ansiedades relacionadas con el yo una década y media antes de que la obsesión con el autorretrato se volviera en gran medida la pulsión dominante de la vida cotidiana a nivel planetario.

“Actualmente el museo deja de ser un espacio de contemplación para volverse un lugar donde suceden cosas. Y lo que allí debe suceder es la indagación del ser del acontecimiento.”, dice Boris Groys en uno de sus últimos libros. Cuando veo a Flavia Da Rin acostada en su cama en posición fetal escuchando a Flavia Da Rin leer algo escrito en un cuaderno y mirando a Flavia Da Rin que a su vez mira por la ventana con gesto melancólico comprendo el ser del acontecimiento contemporáneo que según Groys consiste en la autofluidización. Podríamos decir entonces que, para Da Rin, autocontemplarse equivale a autofluidificarse. Ya sea como la chica de clase alta que se rapa imitando a una estrella pop; como Judith decapitando a Holofernes en una versión gore del cuadro de Artemisia Gentileschi; como la Magdalena de Caravaggio pero con el peinado de Sailor Moon; o como una caperucita roja que lleva en su canasta un arsenal militar, para nombrar solo algunos de sus avatares, en todas las versiones de sí misma que Da Rin construyó durante casi dos décadas lo que constantemente hizo fue descentrarse, deconstruirse, fluidizarse.

Como señala I. Acevedo en el catálogo de la muestra, a comienzos de este milenio, “el arte autorreferencial y la literatura autobiográfica sufrieron ácidas críticas: egocentrismo, frivolidad, banalidad y falta de compromiso político fueron solo algunas de las acusaciones“. Casi dos décadas después, una obra como la de Da Rin deja en claro que hoy decir yo es una operación mucho más compleja de lo que a veces estamos dispuestos a pensar. Bienvenidos, entones, todos los intentos compulsivos (o serenos) de decir yo.

(¿Quién es esa chica?, la muestra de Flavia Da Rin, se puede ver en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, Av. San Juan 350, hasta el 29 de

Existe una foto en el estudio de Flavia Da Rin del año 2003, cuando cursaba la beca Kuitca, en la que su espacio de trabajo tiene el orden abarrotado y la verborragia del cuarto de una adolescente. Las paredes están repletas de dibujos realizados con lápices y marcadores fluorescentes, entre los que flotan frases y letras de canciones. Sobre estantes pintados de amarillo hay fotografías donde la artista aparece multiplicada y transfigurada. “Yo soy todas”, dice con seguridad. Ella es Judith decapitando a Holofernes en una versión gore del cuadro de Artemisia Gentileschi, pintada con aerosoles y purpurina de colores, como si tuviese la iluminación de un club nocturno. En otra imagen, su cara es la de una Magdalena de Caravaggio en versión trash-pop que sostiene un secador de pelo en el lugar de la daga, con el peinado de Sailor Moon, la heroína del manga japonés, y una calavera de fondo. Más allá es Bulleta, la caperucita roja del videojuego Darkstalkers que lleva en su canasta un arsenal militar para cazar hombres-lobo y también es la chica que yace semidesnuda dándose la espalda a sí misma entre las sábanas de su cama bañada por una dramática luz barroca, en una escena triste de desencuentro. Da Rin está en todos lados y parecería intervenirlo todo, en una simbiosis total con su obra, con sus gustos y con sus emociones.

En la obra de Flavia Da Rin hay un registro de época expresado en la tecnología que utilizó en cada momento. La artista comenzó a trabajar a principios de los años 2000, en la era del Fotolog, cuando explotaban los foros de comunidades virtuales auto-convocadas y empezaba la comunicación a través de chats, como el ICQ. Durante el cambio de milenio cursó sus primeros años en la escuela Prilidiano Pueyrredón, cuando el optimismo tecnológico que había imaginado a la internet como una tecnoutopía se resignificaba por la transformación de la red en algo mucho más complejo. Aquel sistema que nos permitía movernos libremente por el mundo virtual, tener múltiples personalidades e incluso experimentar otras vidas cotidianas en plataformas como Habbo Hotel y Second Life se convulsionó. Los augurios de apocalipsis informático que desató el “error del milenio”, o efecto Y2K, pusieron en crisis las utopías que imaginaban el nuevo mundo digital como el arribo de un futuro sin fisuras. Al poco tiempo, en 2001, los atentados a las torres gemelas del World Trade Center desataron el crecimiento exponencial de la tecnificación exacerbada de los sistemas de control biométrico de las poblaciones. Ese mismo año, en la Argentina se desató una crisis política, económica y social que dio por finalizada la abundancia artificial del modelo de consumo que habían instalado las políticas económicas de los años noventa.

En ese contexto, cuando lo único que permanecía fijo era la certeza de que nuestra concepción de la identidad también se estaba convirtiendo en algo distinto, Da Rin miraba y absorbía todo lo que la rodeaba. Atravesada por la realidad virtual, el animé, los videojuegos y las obras de artistas contemporáneos como Mariko Mori, comenzó a realizar fotografías con una cámara Canon de 3.3megapíxeles, cuya baja resolución acotaba el tamaño de sus impresiones a formatos entre pequeños y medianos. Una de sus primeras series, “Sin título” (2001-2003), muestra su imagen repetida en el baño o en su cuarto, en la casa de sus padres, en escenas con una temporalidad extraña y algo surrealista, en las que la vemos multiplicada, dialogando consigo misma o en su propia compañía mientras se pinta las uñas, escribe en un cuaderno o mira televisión. Para construir estas imágenes, la artista realizaba autorretratos en distintos ambientes de su casa y luego los fusionaba en el Photoshop, programa con el que también acentuaba los colores digitales brillantes y saturados –exagerados por el balance de blancos disponibles en la época– que daban un tono de ensoñación vibrante a sus escenas.

Como artista, se abría paso oscilando entre las disciplinas: siempre muy fotógrafa entre los pintores y muy pintora entre los fotógrafos, que tenían su propio ámbito, clínicas y talleres y quienes, sobre todo, se interesaban poco en el medio digital. Da Rin elegía la fotografía digital porque buscaba explorar las cualidades propias de ese lenguaje: el pixel a veces estallado, la profundidad del color y la inestabilidad del papel disponible. Pero, sobre todo, la atraía la posibilidad de incluirse a sí misma y de modificar la imagen, haciendo uso de los mismos recursos que utilizaban la publicidad, la televisión y la web: ese toque mágico que logra fusionar el deseo con las imágenes para atrapar la mirada y la atención. Flavia lo lograba con su computadora familiar, sentada en su cuarto, en una versión “hazlo tú misma”. La suya era una estética tecnológica de lo que estaba al alcance de la mano.

Durante el tiempo que Da Rin asistió a la beca Kuitca, entre 2003 y 2005, comenzó una serie de obras en las que se representó a sí misma con ojos gigantes. Al recorrerlas, de foto en foto, sus ojos cambian de color y pasan de una ternura edulcorada a un efecto tan irritante como hipnótico, propio de los efectos que se aplican en las imágenes comerciales: ese brillo vidrioso en la mirada al que se suman pieles aterciopeladas y peinados radiantes, convirtiendo a las personas en humanoides saturados de suavidad que habitan mundos de deseo. Son imágenes llenas de atractivo, pero también de modelos predeterminados de belleza, tan exagerados o hiperbólicos en su estilización que pueden llegar a ser repulsivos. Da Rin se transforma en una chica asustada, en otra que se aprieta los cachetes haciendo caritas como un animé, o en una tercera que mira avergonzada mientras se tapa la cara, o espía al espectador con desconfianza, con los ojos abiertos como dos lupas que lo investigan. Se sitúa en bosques, paisajes montañosos y atardeceres en gradiente de colores descargados de internet –semejantes a los fondos de pantalla predeterminados de las computadoras–, jugando con el límite en el que la imagen se degrada en exceso, gastada por la manipulación. Ante el lugar común de que “los ojos son la ventana del alma”, la producción de Flavia Da Rin en esos años parecería reafirmar, una y otra vez, que la verdad en la mirada está sobreestimada y que la imagen que uno construye de uno mismo puede ser tan imaginaria como el mito de que la fotografía captura el espíritu del retratado.

La serie es un catálogo de emociones posibles, encarnadas en los rostros de chicas que son, a la vez, ella misma. Se trata de imágenes cuya fuerza está en tensión entre la personalidad y el estereotipo, entre lo propio y lo universal, entre lo real y lo virtual, creadas años antes de que el teclado de emojis limitase el espectro de emociones elegibles a una veintena de expresiones faciales hiper-sintetizadas. Si un avatar es un vehículo virtual diseñado por nosotros mismos para ser habitado y una selfie es un autorretrato que tomamos para definir y renovar nuestra existencia en la memoria visual de los demás, las obras de Flavia Da Rin son simultáneamente ambas cosas: imágenes en las que encarna distintas facetas de su personalidad y una manera de habitar su propia vida y expandirla hacia el afuera. Su trabajo es, en esencia, autorreferencial: en él, la artista recorre sus emociones y reflexiones en distintos momentos de su carrera y parece admitir que el arte es, desde cierta óptica, semejante a cualquier red social. Allí resuenan las preguntas: “¿Quién quisiera ser? ¿En qué imagen o emoción me puedo convertir? ¿Quién necesita ser unx mismx cuando se puede ser tantxs otrxs? ¿Existe, en último término, algo así como un verdadero yo? ¿Quiénes están allí adentro mío, conformándome?”.

Boris Groys comenta que no podemos hablar de una contemplación desinteresada cuando nos miramos a nosotros mismos, ya que todo sujeto hoy tiene un interés vital por la imagen que ofrece de sí mismo al exterior. En sus palabras: “Todos estamos condenados a nuestro propio diseño”. Pero lo que Groys ve como una condena, Da Rin lo ve como una posibilidad: la de devenir infinitamente otra. Una capacidad que transitó desde el comienzo como una nativa digital.

***

Muy pronto en su carrera, Da Rin fue convocada para participar de las bienales de Busan (2006) y de Cuenca (2007). También realizó obras e intervenciones comisionadas por marcas como la Maison Hermés de Singapur y la firma de joyas Cartier & Co, e incluso produjo una serie de obras que se desplegó en carteles publicitarios en las autopistas de Louisville, Kentucky, que funcionaron como una muestra al aire libre. En este último trabajo, donde las imágenes adoptaban los códigos de la publicidad sin serlo, su rostro metamorfoseado emergía en distintos sitios de la ciudad, interactuando con ella como un gigante omnipresente.

En una mirada retrospectiva, la labor de Flavia Da Rin lleva a preguntarse qué o cuánto de la persona hay en la obra, porque en su trabajo, el límite entre el cuerpo de la obra y el cuerpo de la artista es voluntariamente difuso. La artista se ocupa de trastocar ese límite, investigando las posibilidades narrativas de su propia imagen.

“El misterio del niño muerto” (2009) fue el título de su segunda exposición en la galería Ruth Benzacar. Una obra clave en su carrera, tanto por el despliegue teatral y expresivo de las imágenes, como por haber sido, más que una muestra, una instalación para su galería. En distintas imágenes que se presentan como instantáneas de un velorio, la serie escenifica la paradoja del propio funeral al que uno mismo asiste y traza un paralelo con el ritual de una inauguración: el niño que muere es la obra que sale del taller; la madre desahuciada es la artista que despide su obra, y el paraíso de ninfas es el más allá, aquel lugar de armonía y creatividad solitaria, lejano de los ritos sociales. En la instalación-velorio, Da Rin ocupa el cuerpo de todos los invitados y despide también, con la muestra, su rótulo de “artista joven”, al cumplir en ese momento treinta años y quedar fuera del límite de edad de muchas convocatorias y concursos. La muestra fue el sarcástico epitafio de la juventud como condición de circulación comercial.

En esta misma línea, la temática de la personalidad como una mercancía es el punto en común entre “Una fiesta para sacudirse el terror del mundo” (2011) y “Sin título-Rapada” (2009), dos series que realizó durante el nuevo cambio de década, como si hubiese madurado aquel pensamiento de sus primeras obras que cuestionaba la equivalencia de la identidad y la imagen como dos gemelas. En esas obras trabaja desde la autocelebración, el histrionismo y la energía full-time de las ferias de arte contemporáneo –eventos comerciales pero también de exigente networking, donde lo que se exhibe son tanto las obras de arte como también los artistas, curadores y galeristas que se relacionan–, hasta el estereotipo de la diva adolescente pop exprimida por el mercado al punto de quedar fuera de servicio. Chicas que llegan a la cumbre tan rápido que se estrellan y, en un ataque nervioso, inmolan su sensualidad cortándose el pelo a cero, en un acto iconoclasta hacia sí mismas que, de todos modos, no detiene el acoso de los paparazzis a la cacería de su imagen para venderla a revistas baratas de chismes. Ambas series investigan la estructura social del éxito vinculada al uso y el consumo de la imagen propia y la de los otros, y agregan un nuevo elemento a los interrogantes de la obra de Da Rin: ¿cuánto de una persona se puede convertir en un producto?

Como señala Isabelle Graw, una diferencia clave entre una celebridad y un artista es que la primera no cuenta con un cuerpo de obra que circule con independencia de su persona. En su caso, vida y obra son lo mismo. En el caso de un artista, cabe conjeturar que ambas dimensiones se perciben y analizan por separado. Pero al observar el trabajo Da Rin, si bien no se trata de caer en el reduccionismo de pensar su obra en términos biográficos, resulta interesante entrar en el juego de las preguntas que surgen cuando el cuerpo del artista y el de su obra no parecen circular de manera tan independiente. Así como evaden la fotografía y su ilusoria mímesis de lo real, las obras de Da Rin no son un reflejo positivo o negativo del mundo, son un reflejo hiperbólico del deseo de ser visto, una ilusión exacerbada que expone el modo en que la personalidad se construye a través de la imagen para ser consumida.

***

En una exposición de Constantin Brancusi, en 2013, Da Rin vio tres fotos de la bailarina rumana Lizica Cordenau, maquillada con un traje a rayas y un bonete, posando en el taller del escultor. Su empatía fue instantánea. Reconoció su propia cotidianidad en esa fotografía de 1923 y un tipo de espacio semejante al del taller de su pareja, el escultor Luis Terán. Pensó: “podemos hablar la una a través de la otra”. Esa intuición se materializó en una investigación que dio lugar a la serie “Terpsícore entreguerras” (2014), que produjo un cambio radical en su trabajo. En el aspecto formal, el color desapareció, se redujeron los tamaños y montó sus obras con passpartout y marcos propios del lenguaje del archivo fotográfico. Pero, fundamentalmente, su mirada se desplazó del presente y de los modelos de consumo contemporáneos y se enfocó por primera vez en el pasado: la fotografía documental moderna que registró el trabajo de coreógrafas y bailarinas que revolucionaron el lenguaje del movimiento corporal en las primeras décadas del siglo XX.

“Yo soy todas y ahora bailo”, parece decir, mientras en sus fotos hace los pasos geométricos de las coreografías de Giannina Censi, creadora de la aerodanza futurista, quien interpretó mejor que Marinetti el vínculo entre la máquina y el cuerpo. También recrea imágenes de Valeska Gert, la clown alemana, musa del exhibicionismo del movimiento punk; o de Martha Graham, que, con obras como Heretic, fue pionera de la danza contemporánea. En “Terpsícore entreguerras”, Da Rin reencarna fotografías de obras pertenecientes a mujeres que quedaron al margen de la historia canónica del arte del siglo XX, liderada por los hombres que poblaron los museos, principalmente pintores y escultores. Estas artistas, en cambio, desde medios como la performance, las marionetas y los cabarets, se convirtieron en referentes de culto que sentaron las bases del arte conceptual y del arte contemporáneo.

En “Terpsícore entreguerras”, Da Rin posa por primera vez con el cuerpo entero y utiliza su elástica y versátil expresividad para ponerse en el cuerpo de otras artistas que, como ella, hicieron sus propios escenarios, vestuarios y máscaras: supieron deformar y reconstruir su imagen, redibujarla en la búsqueda de nuevos lenguajes. Identificada con sus obras y con sus cuerpos, su homenaje es encarnar estas fotografías documentales, comprender sus condiciones de producción excéntrica y subrayar su lugar en la historia: devolverle vitalidad a los registros de aquellas obras en muchos casos perdidas. Al mismo tiempo, al rehacerlas en el estudio que arma y desarma en un rincón de su casa, Da Rin imagina fotos extraviadas y tomas fuera de serie con las que se inmiscuye como artista y como personaje en una genealogía, al punto de que, como si se tratase de un glich que reordena la historia, al googlear los nombres de algunas de estas bailarinas aparecen sus propias imágenes acompañándolas.

Poco después, la única obra que llamó Autorretrato (2016) se focalizó en la invisibilidad del conflicto de las artistas al intentar compatibilizar la maternidad con su carrera. Para su producción, Da Rin volvió a entrar en la historia del arte para conversar con artistas feministas de los años setenta, como la fotógrafa y cineasta Friedl Kubelka, entre otras. En esta serie de desnudos, el cuerpo de Da Rin forma un continuo con el de sus dos hijos pequeños, a quienes sostiene en distintas poses, como puede, intentando mantener el equilibrio: la fusión de los cuerpos es, a la vez, una armadura, un objeto de entrega y un instrumento de carga. Su identidad posible aquí ya no es un yo, sino un nosotrxs entrelazado y sin rostro visible.

Con estas obras donde reflexiona sobre los condicionamientos de género en la historia del arte y en la sustentabilidad de una carrera artística, Da Rin no encarna estereotipos femeninos, sino que cita obras y conversa con mujeres reales que la preceden como sus pares. Resignifica la pregunta sobre quiénes la habitan como artista y a quiénes desea habitar. Elige su genealogía personal y extiende su propia red social hacia el pasado, para pedir prestadas otras subjetividades, ponerse en su piel y conversar con ellas dentro de sí misma.

***

Hay dos series relativamente recientes en las que Da Rin se ausenta de las imágenes. Se trata de obras silenciosas y nostálgicas que parecen hablar de la intimidad de su taller. “Still lifes -Naturalezas muertas” (2012) muestra en escenas de bodegones con aires de fotografía publicitaria las pelucas, máscaras y objetos de cotillón que usualmente utiliza en sus obras, como si en lugar de posar frente a la cámara la hubiese dado vuelta para fotografiar los disfraces y objetos de plástico que tiene en su estudio. Las imágenes son como vanitas que expresan el carácter efímero de la belleza y la inexorabilidad del tiempo: ordenados glamorosamente, los objetos parecen haber sido retratados en el momento exacto en el que se apagan los flashes y la realidad demuestra su carácter de utilería. “Espíritus” (2018) se compone de una serie de impresiones intervenidas con acuarelas que muestran peinados que flotan como presencias fantasmales o estereotipos de personalidades latentes. El Espíritu seco es áspero, tiene pelo blanco y lleva trenzas retorcidas como ramas; el Espíritu Bouquet es un jovial tocado fucsia, donde florecen rosas rococó. Las dos series se representan pelucas y disfraces como las que permiten a Da Rin despersonalizarse; entrar y salir de sí misma en un proceso semiótico de cambio de identidad.

Al mirar su trabajo de manera retrospectiva, Da Rin parece teletransportarse entre sus obras, como un reflejo que aparece en muchos lugares a la vez. A lo largo de los años investigó y reconfiguró los estereotipos del consumo femenino, la tiranía de la personalidad como mercancía y las vicisitudes de la construcción de la carrera de una artista. Si el avatar o el skin son los espejismos digitales contemporáneos donde se proyectan otras posibilidades de experimentar emociones, relaciones y condiciones sociales, al invocar los suyos, la artista trazó un mapa expansivo de su personalidad múltiple. En cada cambio de piel, Flavia Da Rin construye un juego donde la subjetividad se despliega transformada en una imagen que transporta deseos y fantasías y donde se renuevan las licencias de lo que se puede ser.

There’s a photograph in Flavia Da Rin’s studio from the year 2003, when she was on the Kuitca Grant programme, that shows her workspace looking as chaotic and busy as a teenager’s bedroom. The walls are covered in drawings made with coloured pencils and fluorescent markers among which float phrases and song lyrics. Arranged on yellow-painted shelves is a series of photographs in which the artist is multiplied and transformed. ‘I’m all of them,’ she declares confidently. She is Judith beheading Holofernes in a gore version of the painting by Artemisia Gentileschi, painted over with aerosols and coloured glitter to make it look as though it were lit up in a nightclub. Another image shows her as a trash-pop version of Caravaggio’s Mary Magdalene, holding a hair dryer instead of a knife, her hair done up in the style of Sailor Moon, the heroine of the Japanese manga comic, with a skull in the background. Beyond it is Bulleta, the little red riding hood from the video game Darkstalkers whose basket contains a military arsenal that she uses to hunt werewolves, and she’s also the half-naked girl turning her back on herself in bed, bathed in dramatic Baroque light in a sad, heartbroken scene. Da Rin is everywhere and seems to be involved in everything; she appears to exist symbiotically with her work, sharing its tastes and emotions.

Flavia Da Rin’s work offers a kind of history of the different periods when it was made, as documented by the technology used during each era. The artist began her career in the early 2000s, the era of Fotolog when self-organized virtual communities were booming and people were starting to use chat programs like ICQ. The new millennium found her studying at the Prilidiano Pueyrredón art school, when optimistic predictions that the internet would become a technological utopia were being confounded by its growth into something much more complex. The system that allowed us to move freely through the virtual world, to have multiple personalities and even experience different lives on platforms such as Habbo Hotel and Second Life, was being turned upside down. The prophets of the information apocalypse predicting the millennium bug or Y2K effect undermined idyllic visions of a seamless new world. Shortly afterwards, in 2001, the attacks on the World Trade Center spurred the exponential expansion of biometric surveillance technologies. The same year saw a political, economic and social crisis strike Argentina, bringing an end to the consumerist abundance artificially stimulated by the economic policies of the nineties.

In this context, when the only thing we could be sure of was that our conceptions of identity were changing, Da Rin observed and absorbed everything that was going on around her. Influenced by virtual reality, anime, video games and works by contemporary artists such as Mariko Mori, she started to take photographs with a 3.3 megapixel Canon camera whose low resolution restricted the print outs to small and mid-size formats. One of the first series, ‘Sin título’ (Untitled, 2001-2003), shows repeated images of her in the bathroom or in her bedroom at her parents’ house in scenes that have a strange kind of temporality and a dose of surrealism. We see different versions of the artist talking to each other or keeping her company while she paints her nails, writes in a notebook or watches television. To construct these images, the artist took self-portraits in different rooms of the house and then cut and pasted them together in Photoshop, which she also used to digitally enhance the colours and make them more saturated – an effect exaggerated by the range of whites available at the time – giving the scenes a more vibrant feel.

Da Rin switched between different artistic disciplines: she was always a photographer among painters or a painter among photographers, who had their own scene, clinics and workshops and, moreover, seemed uninterested in the digital world. Da Rin chose digital photography because she wanted to explore its possibilities as a language: the occasionally blurred pixels, the colour depths and the flimsiness of the paper available. But above all she was fascinated by how it allowed her to include and alter her image using the same techniques as those seen in advertising, on television and on the internet: the magical touch that merged desire with images that catch the attention of the gaze. Flavia did all this on the family computer, sitting in her room, in a kind of ‘do it yourself’ version. Her technological aesthetic was an easily accessible one.

Between 2003 and 2005, the period that Da Rin was involved in the Kuitca Grant programme, she began a series of artworks in which she depicted herself with giant eyes. Her eyes change colour from photo to photo, shifting from being tender and sweet to a more irritating but hypnotic effect similar to commercial imagery: the glassy sheen in her gaze was accompanied by velvety skin and radiant hairdos to create humanoid characters saturated with softness, living in worlds of desire. The images are very attractive but also mimic existing models for beauty in such an exaggerated and hyperbolic way that they become almost off-putting. In one image, Da Rin is transformed into a scared little girl, while in another she has both hands on her cheeks with an anime-style expression. In a third, she seems to be trying to cover her face in embarrassment. Another has her peeking out mistrustfully at the viewer with searching eyes big as magnifying glasses. She places herself in forests, mountain landscapes and colourful sunsets downloaded from the internet – similar to the kind of image that tends to be used for screensavers – testing the limits of how far an image can be manipulated before it begins to degrade. Contradicting the cliché about the eyes being a window onto the soul, during these years Flavia Da Rin appeared to be saying over and over again that the revelatory nature of one’s gaze is exaggerated and that one’s image of themselves can be as illusory as the myth that a photograph steals the spirit of the person being portrayed.

The series is a catalogue of potential emotions captured in the faces of girls that are also the artist herself. The strength of the images lies in the tension between personality and stereotype, the personal and the universal, the real and the virtual created years before selections of emojis limited the spectrum of available emotions to a couple of dozen hyper-synthetic facial expressions. If an avatar is a virtual vehicle we have designed for ourselves to inhabit and a selfie is a self-portrait we take to define and reaffirm our presence in other people’s memory, these artworks by Flavia Da Rin are both at once: images that embody different facets of her personality and a way of inhabiting her own life and projecting it outwards. Her work is essentially self-referential: the artist runs the gamut of her emotions and thoughts at different periods of her career and seems to come to the conclusion that art is, from a certain perspective, similar to social networks. Within it, questions resound: Who do I want to be? What image or emotion can I make myself into? Who needs to be themselves when they can be so many other people? At the end of the day, can one say that a ‘real me’ even exists? Who are the people inside of me that make me who I am?

Boris Groys argues that we can’t possibly be objective when looking at ourselves because today everyone has a vital interest in the image they present to outside world. As he says: ‘We are all obligated to self-design’. But what Groys believes to be a burden, Da Rin sees as an opportunity: the chance to become other people ad-infinitum. A desire that, like a digital native, she has found a way to make happen right from the beginning.

***

Very early in her career, Da Rin was invited to take part in biennials in Busan (2006) and Cuenca (2007). She was also commissioned to produce work for brands such as Maison Hermés in Singapore and the jewellery firm Cartier & Co. She even produced a series for a motorway billboard advertising campaign in Louisville, Kentucky, which functioned as a kind of open air exhibition. In the latter work, the images adopted the codes of advertising without becoming advertisements. Her altered face emerged from different locations in the city, interacting with them like an omnipresent giant.

Looked at retrospectively, the work of Flavia Da Rin leads one to wonder how much there is of the person in the different pieces because the line between the body of work and the artist’s body is intentionally blurred. The artist distorts that boundary, exploring the narrative possibilities of her own image.

‘El misterio del niño muerto’ [The Mystery of the Dead Boy, 2009] was the title of the second exhibition at the Ruth Benzacar Gallery. It was a key work in her career, for its theatrical concept and the expressiveness of the images as well as for being more of an installation than an exhibition. A series of images, snapshots of a funeral, make one feel as though they are paradoxically both attending said funeral and the opening of the exhibition, making the comparison with the ritual of an art show: the dead boy is the work made in the studio. The gaunt mother is the artist saying farewell to her work and the paradise of nymphs is the afterlife, a place of harmony and solitary creativity a long way from social rituals. At the installation/funeral, Da Rin occupies the bodies of all the mourners and subsequently, with the exhibition, says farewell to her label as a ‘young artist’ given that she was turning thirty that year and so no longer qualified for several different competitions and programmes. The exhibition was an ironic epitaph for a youth seen as a prerequisite for commercial success.

Along the same lines, the theme of personality as merchandise is shared by ‘Una fiesta para sacudirse el terror del mundo’ [A Party to Drive the Terror from the World, 2011] and ‘Sin título-Rapada’ [Untitled/Shaved, 2009], two series she made to span the crossover to a new decade, as though the line of thinking of the early works, which questioned the conflation of identity and image, had now matured. These works explore the self-promotion, histrionics and full-time energy of contemporary art fairs – commercial events that demand extensive networking where artists, curators and gallery owners are on show as much as the work itself – as well as the stereotype of the adolescent pop diva put through the wringer by the demands of the market and celebrity. Girls who reach the top so quickly that they have a nervous breakdown, undermining their desirability by shaving off their hair in an iconoclastic act of self-sabotage that proves to be simply more fodder for the paparazzi and a boost for sales of gossip magazines. Both series explore the social structure of success resulting from the use and consumption of one’s own image, adding a new dimension to Da Rin’s work: How much of a person can one convert into a product?

As Isabelle Graw notes, a key difference between a celebrity and an artist is that the former does not have a body of work that circulates independently of their persona. In their case, life and work are one and the same. In the case of an artist, it is important that each be perceived and analyzed separately. Looking at Da Rin’s oeuvre, although it’s important not to succumb to the simplistic approach of interpreting the work along biographical lines, it is nonetheless interesting to ask the questions that arise when the artist’s body and work don’t appear to be very independent of each other at all. Just as Da Rin’s pieces elude classification as photography or illusory mimesis of reality, they are not a positive or negative reflection of the world, they are a hyperbolic expression of the desire to be seen, an exaggerated illusion that exposes the way in which personality is constructed through images made for consumption.

***

At an exhibition by Constantin Brancusi in 2013, Da Rin saw three photographs of the Romanian dancer Lizica Cordenau, heavily made-up with a striped outfit and a cap posing in the sculptor’s studio. She immediately felt a connection. The photograph from 1923 seemed to speak to her every day experience in the studio belonging to her partner, the sculptor Luis Terán. It occurred to her that each might be able to speak through the other and that intuition led to the series ‘Terpsícore entreguerras’ [Inter-war Terpsicore, 2014], which represented a radical new direction in her work. In formal terms, colour disappeared, the scales were reduced and the pieces were mounted with passpartout and frames taken from the tradition of the photographic archive.  More fundamentally still, her focus had shifted away from the present and models of contemporary consumer society to the past: a modern photographic documentary of the work of choreographers and dancers who revolutionized the language of body movements during the early decades of the twentieth century.

She seemed to be saying ‘I am all these women and now I shall dance’, while her photographs show her following the geometric steps in the choreographies of Giannina Censi, the creator of futurist aerodance, who interpreted the link between body and machine better than Marinetti. She also recreates images by Valeska Gert, the German clown and muse of punk exhibitionism, and Martha Graham a pioneer of contemporary dance with pieces such as Heretic. With ‘Terpsícore entreguerras’, Da Rin re-creates photographs of works by women who were pushed to the periphery of the canons of 20th century art, which leaned heavily toward the male painters and sculptors whose work filled museums. These artists, in contrast, whose mediums were performance, puppetry, and cabaret routines, became cult icons, precursors to conceptual and contemporary art.

In ‘Terpsícore entreguerras’, Da Rin presents full body poses for the first time, using her elastic, versatile, expressive talent to place herself in the skin of other artists who, like her, made their own sets, costumes and masks: they deformed and reconstructed their image, reformulating it in the search for new languages. Having identified with their work and bodies, her homage is to embody these documentary photographs, to understand the conditions necessary for their eccentric output and to emphasize their place in history: bringing artworks that in many cases had been lost back to life. While she recreated them in the studio she set up and took apart in her home, Da Rin also imagined photos that might have been lost and created out-takes from series that allowed her as an artist to merge with a genealogy to the extent that, like a historical glitch, when one searches for the some of these dancers on the internet her images come up next to theirs.

Following on soon afterwards, the only artwork she called Autorretrato [Self-Portrait, 2016] addressed the invisibility of the conflict that artists encounter when trying to combine maternity with their career. For this new production, Da Rin delved back into the history of art to establish a dialogue with feminist artists from the seventies such as the photographer and filmmaker Friedl Kubelka. In this series of nudes, Da Rin’s body creates a continuous bond with those of her two little children, who she holds in different awkward poses, as though trying to keep her balance: the fusion of the bodies is also a form of armour, an expression of commitment but also of burden. Her potential identity is now no longer a self but an intertwined ‘we’ with no visible face.

These artworks reflect on gender issues in the history of art and the sustainability of an artistic career, but Da Rin does not embody feminine stereotypes. Instead, she cites artworks and converses with her predecessors on an equal footing. She reconceives the question of who inhabits her as an artist and who she wants to inhabit. She selects a personal genealogy and projects her own social network into the past to borrow other subjectivities, get into their skin and start an interior conversation.

***

In two more recent series, Da Rin has disappeared from the images entirely. These are silent, nostalgic pieces that seem to address the privacy of her studio.  ‘Still lifes – Naturalezas muertas’ (2012) shows scenes of storage areas styled like advertising photographs featuring the wigs, masks and novelty accessories often seen in her work, as though instead of posing in front of a camera she had turned it around to photograph the costumes and plastic objects she has in her studio. The images are like vanitas depicting the ephemeral nature of beauty and the inexorable passage of time: laid out glamorously, the objects appear to have been captured at the precise moment that the lights have gone down and their status as mere tools is re-established. ‘Espíritus’ [Spirits, 2018] consists of a series of print-outs altered with watercolours showing hairdos floating like ghostly presences or stereotypical but non-existent personalities. The Espíritu seco [Dry Spirit] is harsh, with its white hair twisted into branches; Espíritu Bouquet [Bouquet Spirit] is a playful fuchsia do with rococo roses blooming out of it. The two series present the wigs and costumes that allowed Da Rin to become impersonal, to enter and exit herself as part of a semiotic process of changing identity.

Looking back over her work, Da Rin seems to teleport from one piece to another, like a reflection that appears in several different places at once. Over the years she has explored and reconfigured stereotypes of feminine consumption, the tyranny of personality as merchandise and the highs and lows of the construction of an artistic career. If avatars or digital skins are contemporary digital mirages onto which we project different ways of experiencing emotions, relationships and social status, by invoking her own, the artist has drawn an extensive map of her multiple personalities. Every time she changes her skin, Flavia Da Rin invents a game where subjectivity is transformed into an image that embodies desires and fantasies and our potential selves are constantly being replenished.

Comenzaré este texto hablando de mí misma. En primer lugar, porque dar cuenta del lugar desde el que una sitúa su mirada es un deber de la crítica y, en segundo lugar, porque hablar de sí misma es uno de los ejes de la obra de Flavia Da Rin. Para mí, como escritora y crítica feminista, poder reflexionar sobre esta trayectoria de veinte años de trabajo es la oportunidad de preguntarme sobre una serie de problemas del arte contemporáneo, problemas que Flavia y yo compartimos por ser contemporáneas. Hablé hasta aquí de trayectoria y de contemporaneidad, porque una retrospectiva es una mirada sobre la trayectoria de alguien con quien compartimos una época, y también porque la obra de Flavia Da Rin se está exponiendo en un museo de arte contemporáneo. Habiendo localizado las coordenadas en las que nos situamos, el arte en el siglo xxi y el deber crítico que asumo al pensarlo a través de una crítica feminista, podemos emprender ahora esta mirada retrospectiva.

La literatura autobiográfica puede servir para hacer este ejercicio. En novelas o cuentos autobiográficos, es un tópico común el momento en el que, con cualquier excusa, el narrador describe su cara o su cuerpo. Puede narrar cómo se mira al espejo, puede describir una foto suya, o imaginar cómo le percibe la persona amada, y así, vemos aparecer la cara del narrador, su cuerpo. Ahora bien: si el objetivo de un relato autobiográfico es contar la vida propia, y dentro de ese relato también podemos hallar un pequeño momento, como una joya, en el que le escritore se pinta, como si fuera une artista plásticx, ¿cuál será, a la inversa, el momento en el que Da Rin, en lugar de pintarse, cuenta su vida, como una narradora? ¿Cuáles son esas otras joyas, esas historias que encontramos en esas imágenes? ¿Serán, también, historias del arte?

En sus primeras obras de 2001, mucho antes de que existiera la palabra selfie, aparecieron esas chicas duplicadas, esas gemelas fantasmáticas que tanta admiración nos causaron. Chicas desdobladas, mirándose a sí mismas hacer algo. “¿Qué estás haciendo?” “Me pinto las uñas”, parecían decirse. “¿Qué mirás?” “Me miro al espejo. Soy una chica que hoy se siente triste”. Así comenzaba Flavia un largo diálogo consigo misma en su propia obra, un ejercicio de desdoblarse y estudiarse que ocuparía años de trabajo. Como en las primeras líneas de todo gran relato, en esas primeras obras ya se condensa todo lo que vendrá después. La decisión formal ya está planteada y el don será el trabajo de contarse.

Si bien por aquella época Flavia se había nutrido de una cultura pop de figuras femeninas empoderadas y superheroicas, empezando desde la infancia por las heroínas de los dibujos animados de los años ochenta, como Jem & The Holograms y She-Ra, en aquellas primeras obras se imponían también la melancolía, el desgano y la desconfianza de ocupar un rol y una figura de joven mujer. Lo precario, lo endeble del rol femenino, sujetado a duras penas por afeites, se proyectaba en la pálida piel, en las superficies blancas de un baño y de las sábanas, en la luz helada y nocturna de la televisión solitaria.

Y ahora, porque nos estamos refiriendo al año 2001, cabe hacer un poco de historia. Durante cierto tiempo, a comienzos de este milenio, el arte autorreferencial y la literatura autobiográfica sufrieron ácidas críticas: egocentrismo, frivolidad, banalidad y falta de compromiso político fueron solo algunas de las acusaciones. En la literatura, en particular, el riesgo de contarse fue grande: para muchas mujeres, su trabajo narrativo fue reducido a “el relato de las experiencias que viven como mujeres, con su especial mirada”, volviéndonos bichos particulares que ahora venían a narrar su punto de vista, especímenes de una raza que, de pronto, al despuntar el nuevo milenio, se animaba a empuñar un teclado de pc. Resulta insólito que, a comienzos del siglo xxi, la escritura autobiográfica escrita por mujeres corriera el riesgo de ser menospreciada, cuando ya en 1896 las anarquistas escribían y pugnaban por el amor libre y el aborto legal en el diario La voz de la mujer. A comienzos del siglo xxi, en la literatura y en el arte plástico, tomamos la tarea de dar cuenta de nuestras vidas, de hablar de nuestros sentimientos, de nuestros cuerpos, de las violencias que sufrimos. En el arte plástico, algunas artistas como Ilse Fuskova o Liliana Maresca, entre tantas otras subversivas, fueron de las primeras en decir “basta” y desnudarse en la Argentina durante los años setenta y ochenta. Lesbianas tenían que ser, por supuesto. A medida que fuimos avanzando en el siglo xxi, poco después de esa primera época de juicios reduccionistas propiciados, claro, por varones, la maquinaria del mercado fue absorbiendo estos temas, y las obras de mujeres pudieron ser consumidas más fácilmente con la pátina de un producto comercial. Hoy, además, una ola de pañuelos verdes, emblema de la militancia feminista actual en la Argentina, empezó a correr el eje de las preocupaciones exclusivamente artísticas a las preocupaciones sociales y políticas: cuán fuera de lugar resultó entonces para esos críticos quejarse del arte autorreferencial, cuando había decenas de miles de mujeres pidiendo por el aborto legal, libre, seguro y gratuito en las calles de cada ciudad. Sin embargo, ahora que el tiempo ha pasado, tal vez quepa fijar aquí, veinte años después de aquellos debates, cuál es la cuestión central del arte autoreferencial: decir “yo” no se trata de un capricho individual sino de una tendencia, una más, como en cualquier época, pero es, en primer lugar, una necesidad colectiva. Decir “yo” es abrirse a un espacio de posibilidades; es abrir un diálogo que conlleva el desafío de escuchar una respuesta; convocar a otre, cruzarse con otras miradas y otras voces. Así redondeamos nuestro primer movimiento para difuminar el famoso rostro individual de Flavia Da Rin, que pronto se empezará a confundir con otros, en una multiplicidad de alianzas, afectos y preocupaciones sociales.

Estas características aparecen muy pronto en la obra de Flavia, en su primera exposición en la galería Ruth Benzacar (2004). Es una muestra que me toca de cerca por haber sido retratada allí junto a otres amigues. Me toca de cerca también porque me siento identificada con esa particular forma de mostrarse, que no es, de hecho, la más común en el trabajo de Flavia. La exposición desplegaba una parafernalia de dibujos, fotos y objetos variados que representaban a les amigues y afectos de Flavia, y, por supuesto, también a ella misma. Ese despliegue, parecido al de una carcajada o el de un abanico, de reliquias de altar, era total y algo caótico. No solo era la develación del mundo propio, de sus afectos e influencias, era también una exposición de técnicas. En esa muestra Flavia empezó a poner en escena el arte de la transmutación. A les viles mortales nos transformó en santes; a los amigos varones, en mujeres; ella misma se transmutó en guerrillera. “Yo no soy yo, soy otre”, parecía decir, como sabia artífice del dialogismo: yo y mis amigues, yo y el arte que consumo, yo y mi padre. En el arte se podía hablar de los afectos, de la intimidad, y era hora de que el mundo lo supiera. Aquellos objetos se distribuían en la galería como si se tratase de un altar colectivo y personal. También era una muestra contundente sobre el trabajo material y técnico que conlleva contarse.

Una de las obras de aquella exposición nos da más claves acerca de lo significativa que es la técnica del esfumado en la obra de Flavia. Por aquel tiempo, consultada para la página web boladenieve.org, Flavia eligió una de esas obras, Autorretrato, como el trabajo que mejor la representaba. En esa fotografía montada sobre fibromadera, en la que utilizó aerosol, acrílico, lapiceras, lápices y purpurina, Flavia aparece empuñando un secador de pelo. Allí nace la experimentación con la técnica del esfumado, según lo cuenta:

Por esa época había comenzado a intervenir una serie anterior de fotos con aerosoles y marcadores, escribiendo y dibujando, pero sin saber bien (como siempre) para qué o hacia dónde iba eso. Con el tiempo, esa intervención naif-vandálica comenzó a tener resultados que me parecieron interesantes por ser diferentes a mis obras anteriores. Inclusive esa intención de “auto-gaste” me gustaba. Entonces usé esa “técnica” recientemente adquirida con ese retrato. […] Sobre la falda aparece un cómic y una referencia a la canción de Nancy Sinatra citada en Kill Bill vol. 1, “These boots are made for walking”. […] Elegí esta obra porque creo que representa un modo de trabajar, donde a veces me muevo en forma circular revisitando un mismo punto una y otra vez, pero desde diferentes lugares.

Lo significativo es que en esta arqueología de la técnica no solo la descripción del método de trabajo explica el origen del esfumado (nace como intervención naif-vandálica, como “auto gaste”), sino que los elementos figurativos de la obra (el secador empuñado como un arma y la mención al tema de Nancy Sinatra, donde una mujer le dice a un hombre que, si sigue así, sus botas lo van a pisotear; y por último, algo que se nos viene a la cabeza: la inolvidable imagen polvorienta de Uma Thurman saliendo de la tumba, cansada, sucia, pero viva aún y en busca de venganza) también contribuyen a construir ese desgaste: herir, pisotear, matar; aunque, a través de ese esfumado, de manera sutil. ¿Y qué decir de la inquietud de la artista? En ese moverse en forma circular, en ese no saber bien, “como siempre”, en ese revisitarse, también aparece el desgaste como sinónimo de trabajo de una artista. La técnica del esfumado nace de una inquietud constante y circular que es el trabajo de contarse, pero sin saber, sin certezas, a tientas, lejos de un falso empoderamiento o de cualquier verdad espectacular, cerrada o preconcebida.

Durante el año 2018 el colectivo de artistas de Nosotras Proponemos realizó en diferentes museos de toda la Argentina una acción que consistía en iluminar solamente las obras de mujeres. Cuando supe de esta acción, enseguida recordé el autorretrato de Flavia que está expuesto en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Es una obra del año 2004, un autorretrato en blanco y negro donde la artista, acostada en la cama, se saca una foto frente al espejo, y el flash rebota en el cristal e ilumina su cuerpo. Imagino ahora el museo en tinieblas, excepto por algunas pequeñas luces. Al acercarme al autorretrato, descubro otra luz, una luz que ilumina el centro de ese retrato. Es la luz del flash, que ilumina el cuerpo de la artista. Pero la oscuridad que rodea a esa obra me hace comprender que el flash de esa foto también me ilumina a mí. Ver, en la oscuridad de un museo, una obra que al iluminarse a sí misma también nos ilumina a nosotres parece el contexto ideal para la recepción de esta obra. Así es como la leo hoy. La obra de Flavia muestra que crear es dar luz a otres. Y en esa obra no hay rostro. Al contrario: el rostro iluminado en la oscuridad es el nuestro.

En el año 2008, en su exposición El misterio del niño muerto, vimos algo que se iría profundizando en las obras que vendrían y que se nota mucho mejor retrospectivamente: las figuras aparecen ahora de cuerpo entero y a la gran expresividad del rostro, que en obras previas parecía ser, en palabras de Flavia, “su propio emoji”, se sumó la notable expresividad y contorsión de todo el cuerpo. En las escenas del funeral del niño se produce un nuevo despliegue, no solo a través de las caras sino a través del cuerpo de las personas. Desde el vestuario hasta los estados de ánimo, acordes a la situación de un funeral, y las gestualidades y posturas que sugieren diálogos que nos dan indicios sobre esos personajes y los intereses y afectos que allí se juegan, esas escenas remiten a famosas pinturas del arte renacentista y del arte sacro, y también a la serie de televisión Twin Peaks. En aquel momento, al menos para mí, el asombro que me había producido la capacidad técnica para pintar los rostros digitalmente de tal manera que cada “Flavia” fuera una persona diferente no me había dejado ver bien aquel otro don de la artista, tal vez porque no se lo asocia directamente con el arte plástico. Me refiero, claro, al histrionismo, al uso del cuerpo como material de representación, que termina por aparecer en todo su esplendor seis años después, en la exposición Terpsícore entre guerras.

Terpsícore entre guerras merece mucho más que el espacio que pueda darle en estas páginas. Apenas vi esa exposición, tuve la certeza de que esas imágenes tienen un lugar en la historia del arte. Es una “exposición manifiesto”, en varios sentidos. Por un lado, ocurre que, en momentos críticos de la historia, como este “entre guerras” que estamos viviendo, el arte sufre un gran impacto y, al recibir ese golpe, se quiebra, y ese quiebre produce futuro. El arte siempre contiene futuro, porque detecta del presente las cosas que vendrán, pero hay momentos críticos en que eso se manifiesta aún más. Esto ocurre porque las crisis nos catapultan al futuro, pero, en mayor medida, porque en momentos como estos, la función social del arte es puesta en cuestión, es revisada. La autonomía del arte vuelve a tambalear cuando parece que la realidad supera cualquier expresión. De esa tensión surge un quiebre, y de los restos que quedan, algo nuevo se manifiesta a través de nuevos lenguajes. Terpsícore entre guerras es un ejemplo de esta manifestación. Por otro lado, esta obra se da en un momento culminante de la producción de Da Rin; una circunstancia que, de nuevo, la mirada retrospectiva permite captar mejor.

Uno de los objetivos de la muestra es desnudar sus propios procedimientos, mostrar lo esencial de su técnica, lo más básico de un saber. Pero ese minimalismo (el blanco y negro de las fotos, el tamaño de los cuadros, las sencillas líneas, los mínimos retoques digitales) es inversamente proporcional al significado que expresa y por eso termina convirtiéndose en una muestra manifiesto. En la trayectoria de une artista (trayectoria en sentido literal, línea descrita en el plano o en el espacio por un cuerpo en movimiento) hay un momento, el más alto, en el que, como artistes, estamos un poco más arriba por haber perfeccionado una técnica y también por haber logrado expresar una cierta cantidad de sentidos. Es un momento en el que hay una visión de lo logrado, de todo el camino que “nuestras botas caminaron”, como dice Nancy Sinatra, y entonces es cuando surge la necesidad de desnudar el procedimiento. Se lo deja caer, como la piel vieja de una víbora y, como si viéramos desde lejos esa piel en el suelo, esa piel que era nuestra pero que ya no lo es, se obtiene el derecho y la capacidad de comentarse a une misme. Poder hablar de lo que somos, de lo que nos atraviesa, pero también poder hablar de cómo hicimos ese comentario: esa es una prerrogativa que tenemos como artistes. Así ocurre en esta exposición, en la que Flavia recrea con su cuerpo, con vestuario y escenografías exquisitas, las imágenes de bailarinas de diferentes movimientos artísticos de principios del siglo XX. Flavia recrea a la futurista Giannina Censi, que con su cuerpo imitaba el vuelo de un avión; a la expresionista Mary Wigman, que cubría su cuerpo con máscaras y sábanas de apariencia fantasmática; a Lizica Codreanu, la gran bailarina talentosa, oculta detrás del escultor Brancusi; a Sonia Delaunay, fundadora del simultaneísmo, y a Valeska Gert, la bailarina alemana de los años veinte que bailó inmóvil, que bailó un accidente de tráfico, una pelea de boxeo, la muerte y el orgasmo. Cada cuerpo, en esos movimientos, proyecta justamente una trayectoria (línea descrita en el plano o en el espacio por un cuerpo en movimiento).

En momentos de crisis, tanto en el arte como en la literatura, las torsiones, la cercanía con el futuro, las demandas sociales, modifican los estatutos de la ficción y la representación. La aparición de materiales documentales, que copian textualmente lo real, es uno de los síntomas de la desarticulación de esos estatutos. Para Flavia fue absolutamente natural hallar esos documentos y querer traerlos a su obra. “Ver a esta mujer danzando entre esas obras totémicas de una materialidad tan contundente me generó una empatía instantánea. Conocía esa atmósfera de primera mano. Pensé que podíamos hablar la una a través de la otra”, relata Flavia en una entrevista. ¿Por qué? ¿Será que la realidad supera al arte, a la ficción? Sin duda. Al descubrir de manera casual, en una muestra de Hans Arp y Constantin Brancusi, las fotos de la bailarina rumana Lizica Codreanu, Flavia descubrió, como quien corre un velo, el papel de una cantidad de mujeres en el arte de vanguardia y dio luz a una obra propia que es la culminación efervescente de décadas de trabajo. Desnudo por completo, sin afeites ni color, desnudo ese talento de interpretación, Flavia Da Rin ocultó su cara al mismo tiempo que la daba para retratar a aquellas mujeres que hasta entonces habían sido un secreto para muches en la historia del arte. Interpretando de manera exquisita, en su propio cuerpo, el despliegue de esas artistas, Flavia construye una obra que puede ser pensada como un capítulo memorable de la historia del arte universal. ¿Por qué es memorable? Porque está escrito por una artista plástica. Si hasta ahora la historia del arte era contada por historiadores y críticxs, hoy la historia del arte, que puede dar cuenta de manera cabal del trabajo de estas bailarinas artistas, es contada por una artista. Y ese giro, relatado en una obra creada en el punto culminante de la trayectoria de Flavia, es en sí mismo parte de la historia del arte.

Dar la cara. O, mejor dicho, no tener cara. En una entrevista, Flavia responde acerca de la vergüenza: “Cuando me saco las fotos, en momentos en que salgo del personaje y me veo, pienso en mi hija: ¿qué recuerdo tendrá de una madre que anda toda disfrazada por la casa, mientras le prepara una chocolatada?”. En el contexto de la entrevista la afirmación es graciosa, porque es claro: siente la vergüenza cuando sale del personaje, no mientras está en él. De otra manera, nunca habría logrado hacer ni una sola de estas obras. Menciono la vergüenza porque para poder contarse hay que tener un gran valor, una gran desvergüenza. Así llegamos a otro de los momentos en que, con gesto circular, hacemos el ensayo de difuminar este rostro. La verdad es que Flavia no tiene cara. Y en efecto: ¿cuánto vale nuestra cara, si sabemos que algún día (quizás mañana) moriremos? ¿Cuánto vale la cara de una mujer? Diría que este es el mensaje que recibo al pensar en esta obra. Y, aun así, es muy fácil dar la cara, es fácil no tener vergüenza cuando sabemos que lo que contamos no es a nosotres mismes, sino a alguien más. Al representar a estas bailarinas, Flavia desnuda el problema de una manera perfecta. Esta vez es mucho más claro: la cara de Flavia desaparece. Ahora es, como en cualquiera de sus obras, otras personas, solo que esta vez tienen nombres y apellidos, son personas que vivieron en momentos de la historia, aunque no sean caras muy famosas, porque, claro, eran mujeres.

¿Qué pasa con nuestra cara cuando nace une hije? A partir de ahora, nuestra cara estará también en otra persona, habrá alguien en el mundo con quien compartiremos rasgos que transmitimos, junto con grandes porciones de nuestro cuerpo: huesos, músculos, proteínas y mucho más, dedicados a alimentar y acompañar el crecimiento de ese hije. Nuestros ojos, los ojos de nuestra cara, se relocalizan en el cuerpo del hije. Y el cuerpo de siempre, deseante, alocado o relajado, encontrará nuevas superficies de afecto. Veo el esfuerzo del cuerpo, la cara escondida bajo los abrazos de les hijes, tres cuerpos desnudos y transpuestos que parecen uno solo. Veo el pequeño rostro de Flavia, un transitar abrumado bajo enormes esculturas griegas, una cara pensativa, que tal vez se pregunta, como Jennifer Chan[1] y Linda Nochlin[2]: “¿por qué no hay grandes artistas mujeres?”. Entonces vuelvo a pensar en el concepto de esfumar, de gastar, de revisitar. Ese desgaste que es el trabajo de contarse parece encontrar ahora su lugar en un cuerpo desgastado, un cuerpo huésped, habitado por otros cuerpos, los cuerpos de les hijes.

Siempre me pregunto qué nos mueve a levantarnos de la cama. Y últimamente, en tiempos difíciles, me pregunto cómo puede ser que cada día no nos levantemos gritando sin parar contra tantas injusticias… Por un lado, la fuerza del sistema heterocispatriarcal y capitalista nos impulsa a abandonar el lecho mecánicamente, pero también la fuerza del arte hace que nos levantemos y trabajemos, y hasta olvidemos nuestras penas de amor, como hijes, nietes, bisnietes, como vecines de tantes vecines, como amantes de tantes amantes, como alumnes de tantes maestres que abonaron la existencia de todes. Sigue sorprendiéndome que no rompamos todo las veinticuatro horas, los trescientos sesenta y cinco días del año, y también sigue sorprendiéndome que, al crear una forma, un cuadro, un texto, la forma se escape de la violencia, encaminando la expresión, la protesta, la demanda a una forma capaz de articularse en un lenguaje, en un diálogo posible, que, si tenemos suerte, como la tiene Flavia, quizá se vuelva universal. A comienzos del siglo xxi hemos logrado ese pequeño y gran triunfo de poder decirnos, poder hablar de frente de nuestros sentimientos, sin vergüenza y sin caretas: dar la cara.

Sus últimas obras retoman las características más salientes de este estilo. Allí, el borramiento del rostro no puede ser más claro. Esas coronas surrealistas de pelo enredado, mezcla de vegetal y mineral, sin género, no binarias, sin pertenencia clara al mundo animal o vegetal, como salidas de un mar milenario, vuelven a plantearnos preguntas: ¿qué cara mostramos, qué cara ocultamos? ¿Con qué cara contamos lo que nos atraviesa? ¿No es acaso nuestra cara una profunda huella gastada, nunca individual, siempre recorrida por un interminable pasado de historias colectivas? ¿O es la de un nosotres construido en forma circular revisitando un mismo punto una y otra vez, hasta gastarnos por completo, hasta desaparecer?

Nota del editor: En función de la accesibilidad de este texto, la autora ha optado por la utilización de la letra “e” para reflejar el uso inclusivo del lenguaje.

[1] Jennifer Chan, “Why Are There No Great Women Net Artists?: Vague Histories of Female Contribution According to Video and Internet Art”, en Pool, 6 de abril de 2011. <http://pooool.info/why-are-there-no-great-women-net-artists-2/> (última consulta: 17 de abril de 2019).

[2] Lidia Nochlin, “Why Have There Been No Great Women Artists?”. <http://www.writing.upenn.edu/library/Nochlin-Linda_Why-Have-There-Been-No-Great-Women-Artists.pdf> (última consulta: 17 de abril de 2019).

 

  1. Érase una vez

 

No es casual la tentación, recorriendo estas dos décadas de obras, de pensar a Flavia Da Rin (FDR) como a una Zelig de sí misma. Aunque no se trate exactamente de automímesis, sino más bien de un modo sugestivo y a la vez concentradísimo de diversificarse. Una artista actriz-directora-guionista, cuyos límites –los de su imagen– siempre avanzan como una danza, con sus tiempos, contorsiones y posturas. Conocemos la anécdota: Enrique Ahriman, sensei de su sensei Diana Aisenberg, emocionándose con una pequeña escultura-objeto de su época de estudiante en la Escuela Prilidiano Pueyrredón titulada Trinidad (tres muñequitas en una bandeja). Para cuando Ahriman reconoció en esa temprana obra “una instancia contemporánea del motivo de las Tres Gracias”, FDR comenzaba una serie, que elaboraría durante los siguientes tres años, en la que plasmaba otra vez tres figuras idénticas, clonadas, como si hubiera atravesado el espejo y se hubiese encontrado con dos gemelas suyas con las que compartir un tiempo igual y simultáneamente diferente. Los ambientes delatan privacidad: vemos un dormitorio, un baño, espacios íntimos donde resguardarse, o simplemente aguardar. “Eran exploraciones inquietantes que hablaban de estados de ánimo difíciles de dominar. Sobre cómo tu otro yo puede ser ‘un acompañante especial’. Sobre cómo es la relación con uno mismo cuando uno no se soporta, quiere ignorarse o está deprimido”, escribió Inés Acevedo. Desde entonces, todas sus imágenes parecen pendular entre una cotidianeidad –un ensimismamiento– afín a la memoria y a los sueños y un In Illio Tempore, un territorio no por ficcional menos real y de continuo transformado. In Illio Tempore, literalmente en aquel tiempo”, o sea, esa otra dimensión donde transcurren las fábulas, los mitos y las leyendas, un tiempo-otro que es a la vez un recurso narrativo, un concepto pero también un desafío: un lugar donde ubicarse. Asimismo, es un decorado, una mampostería rastreada y elegida entre infinitas locaciones físicas y aparentes. Borges supo confesar que cuando imaginaba un relato ambientado en una antigüedad remota, seguramente lo ubicaba en un conventillo de la calle Talcahuano. Y si, al revés, la trama inicial había sido pensada en cualquier lugar céntrico de la ciudad de Buenos Aires, enseguida la disponía en una locación antiquísima como el antiguo Egipto. En los dos casos, con el mismo fin: ganar en verosimilitud. Desplazamientos que no son sino potencia. Al fin de cuentas, ver mejor lo inmediato –sea lo que sea– puede requerir trucos.  Y los artistas suelen encontrarlos.

  1. Ojos

Tantos como dispersos resultan los antecedentes del desembarco de las estéticas manga-animé en el arte argentino. Dejemos de lado las citas pop (del pop a secas y del pop-art también, lo que sería una cita de citas). Lo que importa ahora son los otaku nativos, todos aquellos para los cuales la descendencia artística de la saga de Astroboy (Mighty Atom, 1952) no es más que otro estilo a transitar, una forma culturalmente naturalizada entre muchas. Solo por citar unos pocos, recordemos el Autorretrato por Jacho (2001), de Marula Di Como (actualmente en la colección del Museo Castagnino-Macro, de Rosario), y las contemporáneas instalaciones de Carlos Huffmann y Ernesto Arellano. No deja de ser curioso, entonces, que toda la serie de los “ojos grandes” de FDR (2005-2006) sea inmediatamente posterior a sus incursiones más trash (2003-2004), en las que la referencia es inmediata. Según suele afirmarse, el origen de los ojos grandes en el manga y el animé es una convención inaugurada inmediatamente después del fin de la Segunda Guerra Mundial por Osamu Tezuka (el padre de Astroboy, pero también del león blanco Kimba y del oscuro médico Black Jack). Tomando nota de las creaciones de Walt Disney, Tezuka impuso personajes de enormes ojos con la idea de dotarlos de mayor expresividad. Inspiración o consecuencia, FDR retomó esta idea y jugó con ella como si hubiera sucedido sin Tezuka, de todos modos (de hecho, los ojos grandes lejos están de ser una propiedad exclusiva de la gráfica japonesa: no hay más que recordar la obra de Margaret Keane). Dicho de otra manera, FDR da cuenta de la pauta manga-animé sin necesidad de tributarla o negarla: fue suficiente con desplazarla. Cuando tuvo que describir su manera de trabajar, lo hizo así: “A veces me muevo en forma circular revisitando un mismo punto una y otra vez, pero desde diferentes lugares y en cierto modo se pone en juego a partir de dónde se va construyendo”. Durante los años 2005, 2006 y 2007, todas sus imágenes parecen dominadas no solo por los ojos grandes, sino también por la omnipresencia de su rostro y sus gestos. Como si antes de avanzar hacia nuevas constelaciones de múltiples rasgos faciales en escenas complejas, se hubiera demorado en la elaboración de una poética kinésica, un adictivo entrenamiento de los movimientos de la cara y sus posibilidades, que también ensayó en su incursión en el kamishibai. “El rostro humano es realmente como el de un dios de alguna teogonía oriental, un racimo de rostros yuxtapuestos en planos distintos y que nunca se ven a la vez” (Proust). Quizá por esto mismo, FDR se tomó un tiempo para observar minuciosamente las potencias del suyo.

III. Fábula

Trash, sweet trash. Corren los años 2003 y 2004. FDR hace catarsis formal con el repertorio de imágenes que se le fueron acumulando al pulso de una época –también de una escena: la porteña, un reducido ecosistema de modales cambiantes–. Parecen páginas de un diario visual, grafitis de fábula, con sus frases manuscritas, sus colores intensos y contrastantes, pero, por sobre todo, tienen mucho de álbum de looks, referencias de amigos que hacen de modelos y de soportes de una moda inventada (por esos mismos días se publica Followers of Fashion. Falso diccionario de la moda, de Victoria Lescano). ¿Aires de época? No hay más que detenerse en las distintas imágenes de la Caperucita armada (canasta y ametralladora), la artista posando parece salida de alguno de los cuentos cortos de Ángela Carter. Otra Caperucita más, en clave manga, y la leyenda definitiva: GAME OVER (en algo que parece ser una captura de pantalla de un videojuego, o collage à la page). Manuscribe frases-consignas, palabras, invocaciones a artistas contemporáneas: “Te comería el cerebro”, “Cosplay”, “la coartada perfecta”, “Mariko Mori”, “Kiki Smith”. En otra de las imágenes, la silueta de una geisha en flú, de correctísimo kimono y brazos extendidos, es acompañada por dos leyendas en prolija caligrafía: “Fashion is for Fashion People, I’ts hard to be cool if you don’t follow these rules”, y también “They like you. They only want you when you’re 17, when you’re 21, you’re no fun!, so come on.”  En un diálogo espontáneo vía los comentarios de uno de los tantísimos blogs activos en esos días, FDR confiesa el impacto y la inspiración producida por los trajes de las protagonistas de la serie de ciencia ficción V. Invasión extraterrestre. Es probable que todo luzca teen, urgente e invariablemente ansioso. Pero nunca hay que olvidar que en esos mismos años la artista da a conocer otras series que contrastan violentamente con este universo de fábulas trash. Sin ir más lejos, las escenas de alcoba y clonación a las que ya nos referimos y esas otras estampas de motivos antiguos, los mismos amigos ataviados con togas, posando en lo que podría ser la representación de una tragedia o un recorte de imaginería bíblica. Paisajes-trips anímicos que nos invitan a hurgar mucho más a fondo abordando toda esta diversidad de artista-mamushka para quien los estilos nunca parecen ser una frontera. Puestos a reordenar: esa otra serie blanco y negro del 2016, el desnudo de una madre cargando a sus hijos ¿no funciona acaso como el perfecto y provisorio epílogo de un relato que no se detiene?

  1. Shock

¿Dónde se esconden nuestros miedos? ¿Dónde consiguen sus máscaras, sus disfraces? O mejor deberíamos preguntarnos ¿cuánto y cómo subsisten? En la vida de las imágenes, las sensaciones, los sentimientos y las interpretaciones simplemente dejan en evidencia una transformación constante de lo que pueden decirnos. Cualquiera de las series de FDR puede descifrarse como síntoma de época. Pero quizá una sea la más extrema en su fricción emocional: nos referimos a “Rapada” (2009). “Las imágenes de las que estoy excluido me son crueles; pero a veces también (inversión) soy apresado en la imagen” (Barthes). Nos preguntamos por qué estos retratos dejan sentir de otro modo su crudeza. Shock anímico: así luzco. ¿Resabios visuales del siglo pasado, en que conocimos las consecuencias de la quimioterapia y también de la depuración de la Resistencia francesa, que rapó a toda trabajadora sexual sospechada de haber ofrecido sus servicios a las fuerzas de ocupación? Sabemos que es más que esto. Para el tiempo en que FDR comenzaba esta serie, la revista Rolling Stone publicaba un reporte sobre la salud emocional de la estrella pop Britney Spears, a partir de aquella performance radical en la que se rapó la cabeza en público: sus actos eran el centro de un modelo de negocios de revistas de chismes. “La economía multimillonaria de los nuevos medios descansa sobre los hombros caídos de Spears. Las agencias de paparazzi estiman que ha abarcado hasta el veinte por cierto de su cobertura durante el año pasado” (2008). Diez años antes del episodio, la cantante irlandesa Sinéad O’Connor editaba su primer álbum, en cuya tapa también lucía con la cabeza rapada, pero el contexto, como su fama, era muy diferente. A fines de los años setenta, la modelo y actriz india Persis Kambatta tendría su momento como trendy sex symbol encarnando exitosamente a la alienígena calva Lieutenat Ilia, rol central en Star Trek: The Motion Picture. Inmediatamente después, Alan Moore creaba el personaje de Evey Hammond, para la novela gráfica V de Vendetta, que en el 2006 interpretaría Nathalie Portman en la película homónima. Tampoco habría que olvidarse de la pequeña e intrigante Eleven, en la serie Stranger Things. Y siguen las referencias. Buscando en internet, leo: “Aristóteles entiende que el aspecto físico conforma silogismos que nos permiten conocer el interior del ser humano. En ese retrato del alma y el cuerpo a través de la fisionomía, el cabello es uno de los protagonistas sustanciales”. Lo escribió una dermatóloga. No me queda más que tomar sus palabras para entender cómo, en este punto, la dermatología puede llegar a las mismas conclusiones que la filosofía y el arte. Gracias, FDR.

  1. Grimorio

Siendo FDR la buena fotógrafa que es, resulta imposible pensarla solo como tal. También podría describírsela como actriz y, sin embargo, esto no sería del todo exacto, aunque tampoco inexacto. O como modelo, aunque básicamente lo sea solo para sus obras. Sus escenas tienen una composición pictórica y, sin embargo, sabemos que pintar la deprimía (“Me faltaba velocidad y el resultado no me convencía”). Claro, también utiliza el Photoshop como nadie y esto podría proporcionarnos un atajo al intentar una descripción provisoria suya.  Este software sigue siendo una marca ineludible de época: ya no podríamos erradicarlo sin causar una herida cultural. Tanto es así que existe legislación específica para señalar su uso en las publicidades o publicaciones con el fin de que sus modificaciones en la percepción de lo inmediato no confundan a un espectador casual. Cualquier repaso, aun cuando no fuese minucioso, de las ofertas de un kiosco de revistas o de la publicidad y la cartelería urbanas nos confirmará que sus efectos lo abarcan todo. Y este es el quid: FDR no necesita hablar otra lengua, sino que reutiliza en su propio beneficio –en el suyo y en el nuestro, sus espectadores– las posibilidades que le otorga un programa clave en la visualidad preponderante, ya que domina virtuosamente la herramienta que transformó nuestros modos de ver, que son los de un mundo photoshopeado. Es cierto, pertenece a una generación en la que hasta los tecnófobos más puristas no dejan de utilizar herramientas digitales y precisamente esto delata su contemporaneidad tout court. FDR lo deja en evidencia, del mismo modo que un artista gestual de unas décadas antes ponía en claro que su carácter y su marca  provenían de la habilidad psicomotriz de sus manos, de sus pinceles y pigmentos. Y, sin embargo, en estos tiempos en los que parece que “ya no existe vuelta atrás” de la onmipresencia de los recursos virtuales, FDR nos sumerge en sus retratos y escenas de manera tal que tanto la presencia tecnológica como su inscripción –o fatalidad– digital no dejan de observarse como datos secundarios.

  1. Tiempos

Despejemos dudas (aun sin tenerlas). Nada que ver con los argumentos contrafácticos –incluso viviendo en una época en la cual la distopía es una jueza estética omnipresente en todo tipo de relatos–. Tampoco es vintage, esa actualización que reubicó a los mercados de pulgas en el mercado de tendencias. Menos todavía cita posmoderna, ninguna pauta historicista para provocar. Propongo entonces dos vías de interrogación que vienen a complementarse. Primo: otra vez el In Illio Tempore, pero como creación asistida (una pequeña ayuda de los amigos). Como dijo Gerard Way (músico, guionista): “Los amigos te ayudan a escribir la ficción que querés ser”. No hay más que recordar la ya mencionada serie de las togas (2004), esas escenas de evocación bíblica, neoclásica, antigua, donde los modelos son colegas y amigos (Inés Acevedo, Mateo Amaral y Mariano Giraud, entre otros). Secondo: ya entrada la segunda década de este siglo, la máquina del tiempo finalmente aterriza en el período de entreguerras. FDR tras los pasos de otro tipo de amistades –transtemporales, estéticas–, “modelos de conducta”, mujeres artistas surgidas de las vanguardias y de la danza. Subrayemos: sin rastros de voluntad historicista, estas creadoras (Mary Wigman, Giannina Censi, Lizica Codreanu, Valeska Gert) no tienen por qué convertirse necesariamente en figuras de un canon personal, tampoco es que haya que rescatarlas de la enciclopedia de la Historia. Lo que vemos en estas series (2014-…) es a FDR acompañándolas, abduciéndolas, caminando con sus sombras, emulándolas, tendiendo un puente hacia ellas, dialogando desde una sensibilidad que no se agotó con sus épocas, con su tiempo biológico. Ellas también la ayudan a escribir la ficción que quiere ser. Una ficción que nunca más es fictio (o sea una mentira, pues a nadie engaña), sino un modo de no volver a caer en la trampa de ese otro reloj biológico con el que la Historia somete a las acciones estéticas. ¿Se trata de una actitud empática con aquellos desafíos, con el corset sociocultural-artístico de aquellas mujeres? En parte parecería que sí, porque no es difícil darse cuenta de que su manera de acercarse a ellas nada tiene que ver con la calibrada construcción de un sujeto histórico, sino con una actitud y una proximidad infinitamente más amistosas. Hay quien afirma que fue Colette quien dijo que la amistad es una condición filosófica. La paráfrasis vuelve a salvarnos: la amistad también puede ser una preciosa condición estética.

VII. Mainstream

Es muy probable que aquello que hoy entendemos como mainstream haya terminado de fraguarse en los años noventa. Dominante, mayoritaria, principal y central: tratándose de mentalidades, influencias, gustos y aceptación, la idea de mainstream fue delineándose entonces como un concepto táctico, incluso bélico, en todos los casos negativo, pues de aquellos días data la entronización de la todopoderosa etiqueta de alternativo. Haciendo foco en las propuestas de las culturas afines a la música rock y pop, lo alternativo no fue sino una vía calculada de escape y también un mercado inexplorado. El paisaje de medios, tal como lo había conocido Marshall McLuhan, se radicalizaba en un punto de no retorno. Todo lo que durante la década del ochenta se había anunciado, se convertía en norma y hábito (intrusiones imparables): el vertiginoso crecimiento de la televisión por cable, las estéticas reinantes de MTV, las ofertas en tecnología digital, los usos domésticos de la web y un horizonte infinito de computadoras familiares habían llegado para dislocar todos los consumos. Pero claro, nuestro tema son las artes visuales y las distintas orientaciones del arte contemporáneo. No se equivocó Inés Katzenstein cuando detectó en FDR una vocación mainstream, que dialécticamente implicaba conducirse a contrapelo de las proposiciones de sus colegas, “que aunque se alimentan de la misma cultura visual, la elaboran a través de estrategias eminentemente conceptuales, o bien se identifican con las grietas y disfuncionalidades del sistema y no con sus seducciones”. Quizá porque nos acosan demasiadas angustias para sumar también la angustia –aunque deberíamos decir el filtro– de las influencias. FDR: “Me interesa cómo se construye la subjetividad y la construcción de un sujeto como artista, por eso, la constante referencia de la Historia del Arte a la vida afectiva, la música, la TV, lo que leo, lo que escucho en la calle, las palabras de mis maestros, de mis amigos, muestras que visito, etc”. ¿Por qué no pensar que su vocación mainstream, al igual que su crecimiento como artista, no se cifra en un trabajoso aprendizaje en el arduo camino de demolición de ir venciendo los fantasmas de la propia vergüenza? Sin dudas, no es nada fácil. FDR, nuevamente: “Cuando me saco fotos en momentos en que salgo del personaje y me veo, pienso en mi hija: ¿qué recuerdo tendrá de una madre que andaba toda disfrazada por la casa mientras le preparaba una chocolatada?”

VIII. Dos Sensei

Cuando hablamos de sensei (ya sabemos, “el que ha recorrido el camino, el que ha nacido antes”) hablamos de maestros, y un maestro es alguien que tiene discípulos y alumnos. Remarcando: el alumno o discípulo con quien forma parte de una pequeña comunidad variable alrededor del sensei. FDR conoció a su sensei Diana Aisenberg en una suerte de foro digital llamado “Café ramona”, proyecto paralelo a la revista de artes visuales que le dio nombre. Así conoció a otros artistas, entonces emergentes, que todavía siguen siendo sus compañeros de ruta –afinidades estéticas y afectivas–. Esto sucedió en los primeros años del siglo. Apenas después, formaría parte de la cuarta edición de la Beca Kuitca, en una de sus ediciones más publicitadas en el marco de las actividades programadas por el Centro Rojas. En cierto modo, Aisenberg y Kuitca fueron maestros simultáneos de FDR. Dos hemisferios modeladores a un mismo tiempo y, más que nada, el comienzo de un diálogo. Hay que entender que en esos años, ambos grupos –el de los alumnos de Aisenberg y el de los becarios de Kuitca– funcionaban como factorías, generadores de tendencias en el pequeño circuito de arte contemporáneo de Buenos Aires. El taller de Diana Aisenberg sigue siendo un reconocido semillero de jóvenes talentos, pero en esos años parecía estar en ebullición. No es muy exagerado afirmar que, junto a aquella edición de la Beca Kuitca, trazaron un notorio –y a la vez diverso– paradigma de época en la joven y endogámica escena porteña de las artes visuales. Solo habría que sumar dos experimentos bien distintos como las galerías independientes Belleza & Felicidad y Appetite, y por supuesto sus recurrentes staffs (la eclosión por esos días de una nueva ola de arte político fue un fenómeno aparte que no viene al caso tratar aquí). Entre el 2001 y el 2005 (inclusive), en este escenario de maestros, alumnos, talleres y becas, FDR sienta las bases de su estilo de trabajo y consigue una imagen muy reconocible, un tipo de obra que, siendo tan diferente al de sus mentores, de algún modo los continúa. Unos años después, en un viaje a la Patagonia, Aisenberg me confiesa su particular interés en el crecimiento artístico de FDR, al que describe por sus movimientos nunca graduales: “suele quedarse mucho tiempo quieta en un mismo sitio hasta que, repentinamente, salta varios escalones para volver a quedarse quieta en otro lugar, mucho más arriba”.

  1. Micromundos

¿Qué mundo representamos? O ¿cuántos mundos podríamos descubrir dentro de nuestro mundo? En una entrevista televisiva de 1979, David Bowie confiesa que todos sus proyectos tuvieron su origen en algo vinculado al aislamiento. “Puedo imaginarme perfectamente cómo se puede sentir”, declaraba entonces, indagando más en sus razones. “Aquellos que viven el aislamiento, en lugar de recibir el mundo entero como su hogar, tienden a crear micromundos dentro de sí mismos. Son en extremo peculiares esos pequeños espacios de la mente humana”. Sería muy fácil decir que todo el arte de FDR es un juego consigo misma, un elaborado regodeo en sus propios micromundos, algo que se vuelve más inquietante si lo observamos desde la perspectiva de Massimo de Carolis: según señala el teórico italiano, el término micromundo fue acuñado por los pioneros de la investigación en inteligencia artificial, tratando de resolver “eso que por entonces era definido como frame problem”. Un robot tradicional, programado para usos industriales, “puede operar con éxito solo en el interior de su micromundo específico”, construido a partir de un frame, de un marco: un espacio lógico rígidamente perimetrado. ¿Podemos observar series diversas de FDR, ya sea toda la red emocional de los episodios de “El misterio del niño muerto” (2008-2009) o las alambicadas escenas de “Una fiesta para sacudirse del terror del mundo” (2011) como algo distinto a una insistente voluntad narrativa donde hasta los mínimos detalles fueron concebidos hurgando con el frame de un software creado para la manipulación visual, ahora al servicio de otros micromundos de la artista? Si toda tecnología es un signo de época, también deberían serlo los juegos narrativos a partir de sus frames. Artesanía de imaginarios que se deslizan. Sería bastante obvio aducir los vahos de una tradición, acaso flamenca, de los siglos XVI y XVII –un inconsciente El Bosco, o un inconsciente Pieter Brueghel (el viejo y el joven)–: guerra de gestos, expansión de escenas sobre escenas, profusión de personajes, de curiosos objetos. La pulsión narrativa visual en su esplendor, en la antesala misma de una de las maquinarias más asombrosas al servicio de las formas del relato: Histoires ou contes du temps passé (Historias del pasado, 1697), de Charles Perrault. Fairy Tales tan contemporáneos que anteceden y preceden a los sueños (sean estos contemporáneos o no).

Referencias. Carlos Huffmann, “La ironía y sus ojos llenos de lágrimas”, en: Flavia Da Rin 2001-2011, Arta Ediciones, 2013. / Inés Acevedo, “Flavia Da Rin: Actos de Amor”, en www.arteyliteratura.blogspot.com / Flavia Da Rin, “El misterio del niño muerto”, en: www.aymag.com.ar / Bola de Nieve www.boladenieve.org.ar/ Marcel Proust citado por David Le Breton, en: Rostros, Letraviva /Instituto de la Máscara, 2010 / Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, Siglo XXI, 1986 / “El año que Britney Spears no pudo soportar la presión”, La Nación, 2 de abril de 2018 / Aurora Guerra Tapia, “La cantante calva y otras mujeres”, en: www.masdermatologia.com / Gerard Way, La Patrulla Condenada. Ladrillo a ladrillo, Young Animal, 2017 / Inés Katzenstein, “El misterio del niño muerto”, en: www.ruthbenzacar.com / David Bowie, entrevista de Mavis Nicholson para Thames Television, 16/02/1979 / Massimo de Carolis, La paradoja antropológica. Nichos, micromundos, disociación psíquica, Editorial Quadrata-Iluminuras, 2007.

El cuerpo de la transgresión , Valeria Gonzalez, 2014

Galería Benzacar, agosto de 2014. Flavia Da Rin nos enfrenta a un vuelco inesperado. La escala se redujo, se retiró el color, y con él la estridente y fantasiosa parafernalia que tan bien conocíamos y cuya memoria torna sorprendente la concentración casi ascética de estas nuevas escenas.

Sí, las evidencias visuales son muchas, pero importan en tanto encarnan un verdadero desplazamiento conceptual. Por primera vez, la fotografía, más que soporte, se convierte en referente. Es la fotografía documental moderna la que alienta este nuevo lenguaje monocromático y sucinto. Más aún: por primera vez, la obra de Flavia Da Rin apunta hacia el pasado. Porque antes la historia del arte entraba como uno más de los códigos erradicados que la cultura posmoderna combina libremente en tanto los ha vuelto signos equivalentes de un eterno presente. Tenemos razones para sospechar, incluso, que esta nueva serie pone un freno a esa lucha desenfrenada contra la obsolescencia a la que estamos sometidos.

La feminidad sigue siendo su tema. Pero en la obra anterior se trataba del estereotipo de la Young-Girl, que no es ni necesariamente joven ni una chica, sino el modelo del ciudadano consumidor *. Flavia Da Rin deja de encarnar las mil caras de ese personaje ubicuo y se mete en los registros históricos de mujeres reales. Lizica Codreanu, Giannina Censi, Mary Wigman… todas ellas podrían ser también un único personaje que atraviesa décadas y países, pero la ficción es aquí relativa pues no hace más que jugar a unir los matices de un mismo proceso, de un mismo conflicto.

Es sospechoso el silencio que recubrió el rol de las mujeres en las vanguardias históricas. Si en el escenario principal, el acto de destrucción del “gran” arte, era ejercido por sus legítimos dueños, ellas poseían la llave de una bambalina trasera. Transgrediendo las reglas del ballet (el deber del decoro asignado a las mujeres en el teatro social), ellas pusieron el cuerpo, no solo en medio de las maquinarias futuristas y las máscaras expresionistas, no solo en medio del absurdo dadaísta y de las geometrías constructivas, sino también, como Valeska Gert, en lugares extremos que la historia de la cultura registraría décadas más tarde, como el grado cero del acto conceptual o el crudo exhibicionismo del movimiento punk.

Flavia Da Rin les rinde homenaje en el mejor sentido. No se trata de “reversionar” una fotografía encontrada sino de volver a encarnar una experiencia. La posproducción digital, que en la obra anterior era un lenguaje, vuelve a ser aquí solo una herramienta, un medio. Todo lo importante se dirime en la aventura teatral: el esfuerzo de las poses, los diálogos entre el cuerpo, el espacio y los objetos, el diseño de vestuarios, la composición escenográfica.

Aquellas situaciones pueden volver a ser vividas porque hay un documento, un rastro material del pasado, porque no todo ha sido absorbido por la cultura del simulacro y la hipermaquinaria del eterno presente. La producción de Flavia ha sido siempre intensa y alegre, pero ésta lo es más. “Es su obra maestra”, pensé ayer. Después, ahuyenté ese pensamiento para dejar que en el futuro sus imágenes me sigan desafiando.

Una franja de luz entra por la puerta entornada y divide el cuarto. Acostada sobre una cama deshecha se congela durante unos segundos hasta que suena el disparo. Vuelve hacia la cámara, mira la pantallita y la prepara para una nueva toma. Otra vez en el escenario, se sienta en el suelo alfombrado al pie del colchón y dirige la atención hacia el espacio donde posó para la foto capturada hace segundos. La luz no ha cambiado pero el sol está acelerando su caída. La cámara avisa que ha vuelto a hacer su trabajo con la imitación sintética de un obturador. La luz solar se estrella contra su camisa blanca y baña de una suave fluorescencia los objetos que estarían de otro modo perdidos en las regiones oscuras de la habitación. El ida y vuelta se repite dos o tres veces más y Flavia está satisfecha con lo registrado. La luz cambió y con ella viraron los colores y la orientación de las sombras. Luego de unos minutos de postproducción en la computadora las fotografías se unen en una imagen increíble y sin tiempo.

-… parece un grabado de Rembrandt.

Recuerdo una bandejita poliuretánica para ensalada donde juntó tres muñequitas. Es una obra que hizo en 1999 cuando todavía cursaba sus estudios en la Escuela Nacional Prilidiano Pueyrredón. Reemplazó sus cabelleras de nylon con arabescos de masilla epóxica pintada, y las vistió con unos trajecitos confeccionados con recortes geométricos de lycra iridiscente. Envolvió la caja en celofán y la tituló «Trinidad». Vi esta obra una tarde del 2001 en la clínica de obra organizada por Diana Aisenberg en su taller de la calle Corrientes. Esa tarde se encontraba ahí Enrique Ahriman, un artista/chamán nacido en Italia que ocasionalmente nos honraba con su presencia.

Al ver esta pieza se conmovió y declaró que no podía ver en ese humilde y algo embarazoso objeto otra cosa que una instancia contemporánea del motivo de Las Tres Gracias. El objeto en sí no me interesaba demasiado, por más que estuviese muy a tono con el espíritu de la obra que se estaba produciendo en Buenos Aires en ese momento. Y sin embargo, con una mirada más retrospectiva, parece contener muchas de las obsesiones y el humor que desarrollaría en los años subsiguientes. Una investigación disfrazada de juego sobre la relación entre la vida cotidiana y el gran arte. Una ironía sobre su pretensión y al mismo tiempo una sentida añoranza de alguna época imaginaria donde no existe tal discriminación categórica.

Fue en esos años que conocí el trabajo de Flavia. Nuestra generación comenzaba a frecuentar las inauguraciones en galerías y centros culturales y a participar de las clínicas de obra que se ofrecían en Buenos Aires.

La Argentina transitaba una crisis económica que estaba entre las más espectaculares que el mundo haya visto en todo el siglo pasado. Ese año vimos a un presidente irse en helicóptero, eyectado de la casa rosada por sus incapacidades como mandatario y el fuego de un levantamiento que, desde el presente al menos, parece haber sido azuzado desde la oposición de esa época. El pobre radicalismo daba la impresión de estar dando su último y triste espectáculo. A mis 21 años de edad miraba la política con desdén, en alguna medida porque desde que tengo memoria me acompaña la sospecha de que, en las cuestiones del poder, son la corrupción y la violencia las técnicas imprescindibles. También tejen en esa urdimbre la pasión y lo sexual, pero eso no lo entendería hasta muchos años después.

La película que nos pasaron durante nuestra adolescencia, musicalizada por Mtv y con el recuerdo de una hiperinflación única precuela, nos hacía difícil ver con claridad lo que se estaba gestando. Se trataba de la sombría piñata que explota cada diez años en la argentina. En medio de la tristeza y del dolor, la sociedad estaba a punto de acudir a la fórmula que la define: hacer exactamente lo opuesto. Nuestra lógica indica que todo lo contrario de un fracaso debe ser la victoria.

La cuestión de cuál era nuestra posición como artistas respecto de todo este quilombo era ineludible. Los que trabajaban en lo que en ese momento se quiso parcelar como «el arte político» parecían ser los más relevantes, en sincronía con bienales como la Documenta XI de Okwui Enwezor, que parecía una central de cables noticiosos por la cantidad de videos denunciadores de la injusticia del mundo que llenaban una sala tras otra. Otros artistas, creyendo quizá en la alquimia social que resulta de transformaciones en la cultura visual, confiaron en la continuidad de proyectos más personales.

Flavia perteneció, quizás como nadie, a este último grupo. Las fotografías más emblemáticas de ese momento pertenecían a la serie de autorretratos en triplicado: una imagen cotidiana donde conviven tres instancias de la artista. La ilusión lograda con el photoshop se mezcla con un escenario costumbrista y resulta en una especie de surrealismo con contenido documental. Los escenarios son espacios íntimos, su habitación, el baño de su casa. Bajo la lógica del time lapse, podría parecer que es la misma chica en diferentes momentos de su día, sin embargo hay situaciones donde los clones interactúan entre sí. Parece entonces tratarse de la representación de algún proceso psicológico en el cual se inventan otros yoes, amigos invisibles, modos de hacerse compañía. Fabián Lebenglik las describió como representaciones de una microsociedad paranoica. La paranoia y el solipsismo eran actitudes bastante corrientes y hasta justificables en ese momento, pero vistas desde el presente estas fotos expresan también una tristeza que permite agregar a la lectura coyuntural. Expresan una melancolía y soledad frente a la Historia del Arte con la cual es fácil sentirse identificado si uno ha tenido la suerte o desgracia de haber asistido a la escuela de artes plásticas, especialmente si pertenece a un país en la denominada periferia de aquellos que tienen los recursos y el poder para escribirla.

En sus inicios producía su obra con su impresora Epson, sobre papel de resma A4 y montado en foamboard cortado a trincheta. Así los presentó en algunos de los escenarios de mayor visibilidad de la escena artística porteña. En realidad no era tan sorprendente que así lo hiciese, la histórica ex-galería under Belleza y Felicidad le aportaba un barniz de discurso automático a este tipo de operaciones. Afortunadamente, su producción se recortaba de esta media por la extrema estetización de la imagen. Traía a discusión el problemático ideal de perfección al que aspiran los photoshopeadores de las agencias publicitarias. La vinculación con el trash es aparente; después de todo, la publicidad en sí misma es un tipo de suciedad visual que contamina el paisaje urbano, más allá del patetismo que pueda adquirir una gráfica de ropa lujosa luego del abuso de los grafiteros, las inclemencias del tiempo y la pátina ocre del smog.

Este trash, que durante parte de los noventas fue una auténtica energía contracultural ahora mostraba una nueva faceta más tanguera, y se empezaba a asomar la incómoda tesis de que pueda no ser un camino para el cuestionamiento sino una inevitabilidad del ser argentino, una pretendida sofisticación utilizada para adornar una práctica que se halla ante dificultades que no sabe resolver. Los gestos de austeridad en los materiales y terminaciones de nuestros trabajos eran leídos como ética y estética, aunque parte de su explicación es una mera internalización discursiva de las limitaciones en los recursos disponibles para la producción.

Con la llegada de los cartoneros al paisaje cotidiano de la ciudad, esta discusión se había vuelto más compleja y problemática. Quizás éste es este quiebre histórico lo que separa las definiciones que hacen de dicha categoría  Inés Katzenstein y Rafael Cippolini. El trash deja de ser una cuestión de calidad de la materia con la cual se produce obra, justificada por una crítica al consumismo, y pasa a ser un mecanismo de conectividad en la emergencia (la correspondencia entre Proyecto Venus y los clubes de trueque que brotan a partir del 2001 es casi total). Desde la subjetividad artística, el trash tenía que ver con la habilitación de un campo de posibilidades, de libertad frente a una sumatoria de ideales y circunstacias que nos resultaban opresivas.

Luego de mostrarse repartida en tres cuerpos, la investigación que conforma la mayor parte de la producción de esta artista consiste en forjarse un cuerpo capaz de portar miles de personas. Si la proliferación de alter egos comenzó concentrada en la seguridad de una habitación, en la fase siguiente veríamos su proliferación a lo ancho de las posibilidades de la ficción. Aún en grandes composiciones como las que produjo para «El Misterio del Niño Muerto», no hay dos personajes que sean la misma persona, a pesar de que posó para todos ellos, incluyendo hombres y niños.  Ya hacía un tiempo que la calidad material de su trabajo se había transformado, un proceso muy rápido que resultó necesario cuando las exigencias de un circuito muy entusiasmado con su obra la obligaron a profesionalizarse. Aparecieron en sus fotos los collarcitos de plástico blureados que simulan ser joyas y las toallas de baño que pretenden pasar por mantos de seda. Cuando las superficies de sus fotografías ingresan al pulcro reino de la fotografía de estudio, el espíritu de trabajar con lo disponible e inmediato pasa a ser una cuestión central de su obra, el gesto que produce sentido.

Los personajes a menudo parecen ser niñas disfrazadas con ropa de su madre y la escena se completa en el histrionismo amateur a través del cual se expresan. El espacio que no se encuentra acaparado por la figura está empapelado con lo que es evidentemente una imagen agregada durante la postproducción: paisajes ideales o tenebrosos. Suele haber algo en ellos que delata que están allí solo en calidad de escenografía.  A veces la baja calidad de compresión jpg de la imagen no se corresponde con la nitidez extrema de la figura en el primer plano. Otros ni siquiera son fotografías, algunos de ellos son imágenes generadas en computadora o directamente fragmentos de alguna pintura. La orientación de la luz en el fondo puede no coincidir con la del personaje. La combinación resulta en una luminosa ironía respecto a la añoranza de un Gran Arte que no es compatible con las condiciones de producción locales ni deseable desde las implicancias políticas de semejante despliegue. Lo narrativo aparece acompañado de la conciencia de que es importante que permanezca siendo una pura potencialidad. Como en la pintura clásica llena de historias y mitos, la existencia de un texto al cual se alude no debilita la autonomía de la imagen, aunque en el caso de estas fotografías sea mediante la ambigüedad total de su contenido.

Prácticamente toda su producción es autorretratos. A diferencia de otras artistas que han hecho de su cuerpo el sujeto de la investigación, ella nunca deja de ser reconocible.  Su aspecto aniñado, con rasgos elegantes y llamativos, no se destaca por su versatilidad. Caras más anodinas permiten transformaciones radicales, y el ideal de belleza de la modelo internacional tiene más que ver con proporciones bien promediadas que con defectos memorables. Flavia asume su deficiencia como modelo y la tematiza.

Recuerdo estar bastante sorprendido cuando en la colección de nuevas adquisiciones del Malba me encontré con una fotografía en blanco y negro, sin título, tomada en el 2004 durante su estadía en Berlín. Se trata de un autorretrato en blanco y negro en el cual está acostada sosteniendo su cámara en el momento del flash.  En ese momento, las obras que más asociaba con su investigación eran las de los personajes. La cámara fotográfica nunca antes había figurado en la escena, y su presencia delata la existencia de otro intruso, el espejo que refleja la escena. Este antepasado de la cámara es el primer productor del doble como fenómeno óptico. Trataba de entender por qué esta imagen que no tiene ni los colores ni efectos que acaparan un lugar cada vez más céntrico de su producción parecía de todos modos ser, como aquella escena mitológica en una bandejita de supermercado, una clave para entender la obstinación de la cual nace su obra.

Me entretuve pensando que me encontraba frente a una obra hermana a L’Origine du Monde de Courbet. Esta fotografía retrata también el escorzo de una mujer frente a un espejo, su sexo en el primer plano; manos, pies y cabeza ocultos o fuera del encuadre. En este caso es un autorretrato, lo que lo vuelve un gesto de autoconstrucción complejo y problemático. Su rostro, multiplicándose hasta vaciarse en el resto de su obra brilla por su ausencia. La explosión de luz en la cual han desaparecido sus dos manos y la cámara parece ser un instancia mundana del «Hágase la Luz», del Big Bang, un momento de autorreconocimiento.

Me llevó a considerar mis propias experiencias con la fotografía y los espejos: cambió mi forma de pensar la reproductibilidad técnica cuando me di cuenta que la razón por la que me veía tan extraño en las fotografías era porque mi cara es muy asimétrica. El espejo me enseñó una interrelación entre mis razgos que había aprendido a reconocer como una organización poseedora de cierta lógica. Cuando una foto me enfrentaba a su orden real(sin espejar) la asimetría se volvía tan aparente que me costaba reconocerme.

Esta obra parece estar en el reverso exacto de todo el resto de su producción. Si en este caso no se trata de un homenaje al origen del mundo en un sentido animista-orgánico, parecería serlo en un sentido de autodeterminación. Desmarcarse de un espejo que devuelve una mirada ajena, como para empezar a definir las reglas de un mundo propio. Courbet hace a la mujer sin identidad, pura materia, pintura: puro cuerpo. En esta fotografía una mujer parece declararse pura imagen. Se dá a luz no con su cuerpo sino con el flash de una cámara fotográfica. La imagen que proyecta con un cuerpo mediado por la técnica como vehículo para existir en el mundo. Encarnar en imágenes mil mujeres no con espíritu de self-branding sino para algo más oscuro, relativo a la existencia y la muerte. El campo de referencias al cual remite esta imagen es el de la publicidad, un mundo en el cual la mujer es tanto el producto como blanco de la campaña. Si es en la superficie de su propio cuerpo donde se pretende que la mujer lleve a cabo su batalla por existir, Flavia responde tomando el control de todos los niveles. Ella es directora, fotógrafa, actriz masculina, actriz femenina y editora.

En su obra más reciente, su cuerpo se ha desplazado del centro de la acción. La cámara se orienta ahora hacia el detrás de escena. Objetos que utiliza tanto en su vida como en sus fotografías componen unas extrañas naturalezas muertas: pelucas, recipientes de vidrio, máscaras y collares. En estas piezas silenciosas se superponen el cuerpo del espectador con el de la artista. Y nos ubica en el momento crucial: ante nosotros el plástico comienza a transformarse en cristal. Los ojos de la artista ya comenzaron a impregnar de extrañamiento los humildes accesorios que utiliza. Las superficies se vuelven radioactivas, los pliegues y abrasiones que delatan su naturaleza de utilería adquieren calidad de clave epistemológica.

Como en una naturaleza muerta, el tiempo y su irresistible fuerza transformadora se hacen presentes. Una de ellas, titulada Archeology for Dummies, se compone de un arsenal de pelucas, máscaras y prendas de vestir desplegadas en una mesa, como tubos de pintura junto al atril de un pintor. Una máscara mortuoria egipcia de cotillón provee de un anclaje literal para el título, pero parecería que la arqueología a la cual se refiere la artista es sobre los propios artefactos producidos en estos más de diez años de trabajo.

Este libro será seguramente la culminación de un ciclo y contenga el despunte de lo que vendrá. El mundo y el país se encuentran en un momento de transformaciones cruciales, con final abierto, y seguramente seamos muchos los artistas haciendo ensayos de arqueología para alumbrar el presente. Este texto ha sido escrito en sintonía con la mía propia, y es con esa excusa que me he entrometido en el mismo. Nos une una amistad de casi tantos años como los que llevamos en el camino de la creación y del pensamiento. Compartimos gran parte del consumo cultural en el cual fuimos movilizados a producir. Y la fosa llena de fragmentos vivientes que estamos excavando en este país es la misma para todos los artistas que lo habitamos. Flavia ya puede alardear de varios hallazgos.

Flavia da Rin ha estado en constante diálogo consigo misma en su obra por al menos una década. Muy al comienzo del nuevo milenio, se retrató a sí misma en esa conversación de forma muy literal. Ella lookeada en un baño aplicándole labial a otra Flavia sentada en el piso, ella compartiendo la cama consigo misma, mirando la tele mientras otras Flavias se distraen con otras actividades; es la representación en imágenes de lo que significa para ella ser una compañera de habitación más en su propia mente.

En Ways of Seeing, John Berger plantea que «Una mujer debe mirarse a sí misma constantemente. […] Desde la infancia temprana se le ha enseñado y persuadido a vigilarse continuamente. […] Su propio sentido de estar en ella misma es suplantado por un sentido de valorizarse a sí misma como si fuera otro».[1] Flavia es muy explícitamente ese otro y es ella al mismo tiempo, se juzga y se exhibe simultáneamente en un juego confuso e intrincadamente femenino que germina en esas imágenes, y que desarrolló hasta convertir en su propio lenguaje.

Las fotografías de Flavia abrevan en la tradición y en la historia de la pintura, es evidente tanto en sus estructuras formales como en su minuciosa atención a la técnica. Es esa disciplina la que estudió en la universidad, y con la que no terminó de encontrar una conexión hasta que experimentó con la fotografía. El abandono de Flavia a la experimentación con este medio es gradual, y comienza replicando las composiciones religiosas de la pintura renacentista con sus amigos artistas, o post-produciendo sus autorretratos con dibujos y acuarelas. Desde entonces es clara una inquietud auto-reflexiva y femenina, una narrativa vaga sobre los estereotipados intereses asignados a ‘lo femenino’.

En el autorretrato seminal Sín título (2004), en el que está tirada en una cama con las piernas colgando frente a un espejo y las manos alzadas difuminadas por el reflejo del flash, parece haber tocado el nervio de lo que sucedía en su presente, mientras anticipaba el fenómeno de la selfie. Definida como un auto-retrato usualmente realizado con un teléfono o cámara digital con la intención de compartirlo en las redes sociales, selfie se convirtió en el término ubicuo que define la fascinación por la auto-exposición que redes como Myspace, Facebook e Instagram trajeron consigo.

En su artículo The Young-Girl and the Selfie[2], Sarah Gram usa el concepto de Young-Girl planteado por el colectivo/revista filosófica Tiqqun en Raw Materials for a Theory of the Young-Girl[3] para analizar este fenómeno. Para Tiqqun, la figura de la Young-Girl no es ni necesariamente joven ni una chica, si no «el ciudadano modelo de la sociedad de las mercancías». Ésto, según Gram, implica ser colonizado por el capital, la Young-Girl como ciudadano consumidor no sólo de productos, también de ideología. Si el cuerpo de la mujer joven no fue útil al capitalismo como productor de bienes, entonces lo será como consumidor, y esta identidad de consumidor es representada en y a través de su propio cuerpo. Gram, entonces, relaciona ésto con las selfies: «Participar de la femineidad, documentar y representar esa participación, no es sólo una relación de la chica consigo misma, como insistiría la explicación del narcisismo. Es también la relación de la chica consigo misma como Young-Girl, como un objeto sobre el que se trabaja y cuya realización puede ser más o menos efectiva.»[4]

No es ingenua, por tanto, la forma en que Flavia da Rin procede con su experimentación fotográfica. En su primera serie de autorretratos hiper-postproducidos de la serie Sin Título (2005) –en los que los ojos se tornan enormes como ingenuas school girls de animé, o donde el color y la textura de su pelo varían tanto como es imaginable, donde las poses y miradas que hace para la cámara están estudiadas de forma evidente–, da Rin entra en la eterna y omnipresente conversación de la femineidad, de aquellas construcciones que constituyen ‘lo femenino’ y que se nos muestran incesantemente en los medios masivos y en las estructuras sociales. Éso que Simone de Beauvoir definió como el mito del eterno femenino, y que se nos presenta como arquetipos imposibles: la santidad de la madre, la pureza de la virgen o la fertilidad de la Tierra; pero remixeados para vender electrodomésticos, artículos de limpieza o cremas para la cara.

Flavia aprende a usar estos códigos culturales de la femineidad como su material de trabajo. Informada por la publicidad y las narrativas de los medios masivos, se imagina a sí misma como una infinidad de personajes. En estas obras la relación entre personaje/actuación y entorno/paisaje es también un elemento importante, empieza a  edificar sus propios códigos dentro de los fotogramas que nos presenta. Está tan presente –su propio rostro multiplicado–, como ausente en todas esas caracterizaciones.

En un sentido, su práctica artística establece similitudes con la de la fotógrafa estadounidense Cindy Sherman. Mientras que Sherman se retrata a sí misma obsesivamente como una innumerable cantidad de personajes femeninos y masculinos, sus imágenes nunca pierden de vista el objetivo crítico de lo que representan. Se trata siempre de comentarios sobre los estereotipos que encarna, la exageración y la artificialidad de los recursos que utiliza para transformarse, lo que lleva al espectador a cuestionar la veracidad de los discursos en los que pretende mimetizarse. Sherman también está casi siempre sola en sus retratos, no se multiplica, no conversa consigo misma sino con la historia de las imágenes. El espectador dialoga con esa historia y con Sherman a partir de la obviedad de los disfraces en los que se desvanece a medias.

Por su parte, Da Rin no se acerca a los lenguajes de la representación femenina desde un lado estrictamente crítico. Ella encarna distintos personajes, distintas facetas de sí misma que interactúan. Construye narrativas y entornos en los que sus personajes exagerados son innegablemente ficticios, pero no intentan aproximarse a una crítica de la representación. En su serie Sin Título (2006), hay chicas narigonas con sarampión o bigotudas con ojos ingenuos, pero no pretenden ser críticas o parodias, ni señalar la artificialidad o la falsedad de las infinitas posibilidades de la identidad femenina. Flavia quiere señalar –en parte con su virtuosismo para la intervención digital– la verosimilitud de que todas estén contenidas dentro de ella misma.

En la obra de Flavia fluyen con desenvoltura los lenguajes que se apropia de los medios, específicamente los de la publicidad dirigida a las mujeres, ya sea en la estética de sus chicos lánguidos y lampiños, o en sus chicas sonrientes, delgadas y vestidas de colores brillantes. Incluso adopta de esas narrativas tan dispares pero a la vez tan comunes de los comerciales de perfume o yogur: las chicas graffiteras gozando en un skate park, una chica muy joven perdida en un bosque lleno de hadas, una chica gigante sorprendida en una gran ciudad, mariposas y animales sobrenaturales a lo Lisa Frank. Sus personajes evocan historias que nos son familiares pero que aparecen enrarecidas por la edición tan minuciosa realizada sobre ellas. Por un lado las figuras humanas son atractivas, las pieles tan lisas y sus peinados tan precisos; pero persisten esos improbables rasgos, esos ojos enormes, esas narices tan puntiagudas. Esa madre con su hijo pecoso, es tierno como esos niños actores que nunca crecen atractivos; si Flavia puede encarnar todo eso, ¿qué no podrán hacer el software de edición y las narrativas sugestivas de los comerciales? Igualmente, no rehúye de las influencias de las que hace uso y encuentra canales de distribución apropiados, como en las vallas publicitarias Eyes Wide Open (2008) para los highways de Kentucky, o la serie de fotografías/historia improbable de amor I’d Follow You Everywhere (2007), que realizó para la firma de joyas Cartier.

Tiene un gran ojo para la construcción de relatos a través de series de imágenes, como en El Misterio del Niño Muerto (2009), en el que los invitados al funeral de un niño pequeño describen con sus rostros una multiplicidad de emociones que dan cuenta de la existencia terrenal del protagonista. Éste es llevado de la mano a una tierra multicolor de ninfas hyper-alegres que contrastan intensamente con la conmoción de esa mujer vestida de negro rodeada de pequeños niños llorosos. Si bien se trata de una historia inusual, las expresiones en los rostros de cada uno de los personajes hacen que el relato fluya.

Flavia aparece igual de cómoda como madre de luto, ninfa desenfadada, niño muerto, secretaria seductora, joven Jim Jarmusch, pareja de ancianos o hipster neoyorquina rapada. En la serie Sin Título – Rapada (2009), lleva la ficción a un tipo de fantasía un poco más contemporánea. Si todos los personajes previos gozaban de cabelleras arremolinadas en mundos de colores lisérgicos, en Rapada los protagonistas son chicos de ciudad, versados en ropa de moda –aparece un suéter Comme des Garçons–, rebeldes y aún en búsqueda de una identidad propia –como las estrellas de Hollywood suelen estarlo cuando recurren a cortes de pelo drásticos [Britney, Miley, Amanda Bynes, por mencionar algunas].  Esta serie aparece como distinta del resto de la producción de Flavia por su extensión, temática y lenguaje visual más cercano al fashion editorial; y también porque marca un viraje en su práctica artística.

Para su siguiente serie Una fiesta para sacudirse el terror del mundo (2011), los colores vivos y los peinados inverosímiles están de vuelta, pero los paisajes de bosques y ciudades lisérgicas llenas de brillo y arco iris han sido reemplazados por planos de colores lisos o atractivos degradados. Los personajes de Flavia habitan ahora en una especie de dimensión alternativa, donde incluso las ninfas y hadas se sentirían extranjeras. Las figuras humanas están extra-enrarecidas: hay una chica con el cuerpo verde, gemelas calvas en la línea de Eva+Adele, algunos disfrazados, otros con brazos de más, narices azules, penachos y pelucas, muchas pelucas.

La fiesta tiene algo de macabra, pero en la línea del Danse Macabre o el Día de Muertos mexicano; como si en lo macabro y oscuro también existiera el gozo desmedido. La serie es mucho menos oscura –tanto en la paleta de color como en la temática– que aquélla con la historia funeraria, sin embargo aparece como mucho más compleja, las referencias visuales de Flavia se atomizan. Sigue estando presente/ausente ella, como la invitada de honor multiplicada, pero las relaciones gestuales entre sus personajes son mucho menos inequívocas, a pesar de la alegría generalizada, no hay forma de saber dónde y qué está pasando. Las calaveras y disfrazados interactúan en perspectivas irreales, rodeados de manchas de colores neón y masas informes de peluche, los planos de las imágenes se superponen.

A pesar del uso indiscriminado de los softwares de edición en casi toda su obra, ésta es por lejos la más ‘digital’. Flavia ya se encontraba cómodamente situada en la línea de mujeres que Jennifer Chan caracteriza como «[artistas que crean] obra que trata con el potencial infinito de la auto-transformación usando consumer software fácilmente disponible. Trabajan con la lógica de reivindicar los estereotipos con hipérbole y humor, mujeres jóvenes [creando obra] que al mismo tiempo abre y contradice los estereotipos de femineidad y sensualidad […]. Sin importar lo formulados o simples, estos trabajos son notables por su irreverencia y sentido del juego que se aleja de las convenciones históricas del arte feminista».[5]

La obra de Flavia Da Rin se inserta en esta genealogía de arte de chicas. Lo que María Gainza describe como una producción «[sumergida] en su inconsistencia y su vulnerabilidad»[6] –en oposición a un sujeto fuerte y estable–, es en realidad un lenguaje que ha sido desarrollado por artistas mujeres al menos desde el videoarte feminista de los 70s, cuando lo personal se tornó político. Flavia, distanciada un par de generaciones de aquella camada, se inscribe en la línea de las artistas actuales «implicadas en el discurso de la representación femenina en la cultura popular, la información-creada-por-usuarios y la historia del arte».[7] Si bien las críticas que señalan como narcisistas a todas estas obras no se hacen esperar, es verdad que  a través de ellas se delinean nuevas subjetividades.

La teoría de la Young-Girl, sitúa a la chica joven y a su cuerpo como paradigma del ciudadano de la sociedad de consumo; y aunque es verdad que hay un «privilegio clase media» a reconocer en cuanto a la disponibilidad de la tecnología y el conocimiento agudo sobre la cultura de masas occidental, éstas no son razones para acallar a generaciones de artistas que se desarrollaron con nuevas herramientas y nuevas perspectivas sobre las construcciones de lo femenino.

Como advierte Sarah Gram, ser chica implica emplear «[tácticas] en una continúa batalla contra la obsolescencia»[8] y como tal, Flavia da Rin se sale del cuadro en sus últimos trabajos, al menos su cuerpo no está más presente. Ahora los protagonistas son los objetos con los que construyó sus imágenes previas. Usando composiciones clásicas de bodegones y naturaleza muerta, nos muestra los dispositivos que utilizó para transformaciones anteriores: las pelucas, los anteojos, las perlas y antifaces, disfrutan del primer plano en su producción reciente. Como los accesorios dejados detrás por una compañía de actores que, en realidad, es una sola persona, estos objetos nos cuentan otra historia, la del detrás de la cámara y la de una relación intensa, emocional y física, con la auto-transformación interminable.[9]

[1]          BERGER, John.»From Ways of Seeing», en JONES, Amelia (ed.), The Feminism and Visual Culture Reader, Londres y Nueva York: Routledge, 2003. p. 37.

[2]   GRAM, Sara. «The Young-Girl and the Selfie», Textual Relations. Marzo, 2013. http://text-relations.blogspot.com.ar/2013/03/the-young-girl-and-selfie.html

[3]   TIQQUN. Raw Materials for a Theory of the Young-Girl, 2001. https://younggirl.jottit.com/

[4]   GRAM, 2013.

[5]   CHAN, Jennifer. Why Are There No Great Women Net Artists?, 2011. p.11. http://pooool.info/why-are-there-no-great-women-net-artists-2/

[6]   GAINZA, María. Textos Elegidos 2003-2010. Buenos Aires: Capital Intelectual, 2011. p.114.

[7]   CHAN, 2011.

[8]   GRAM, 2013.

[9]   Todas las citas traducidas del inglés por la autora.

Larger than life , Inés Katzsestein, 2008

Considerando el panorama del arte actual, lo que vuelve única la obra de Flavia Da Rin es que, a pesar de sus constantes referencias a la historia de la pintura, con sus ninfas mitad propaganda de shampoo y mitad Botticceli, el punto de vista de esta artista no es el del arte contemporáneo. Si por lo general los artistas se alimentan de la tremenda energía pop que irradia el mundo circundante, la calle, las películas, la publicidad, Internet, dejando bien claras las diferencias entre dicho mundo y el campo del arte, Da Rin, en cambio, trabaja desde esa energía pop: desde los códigos de la televisión, el cine, la publicidad, la moda, el animé y la caricatura, prescindiendo de los tics del arte con una soltura y una certeza inusuales. En este sentido, Flavia es una artista que trabaja sin miedo a patinar por los precipicios infinitamente seductores de la cultura visual y el espectáculo, y es esta característica la que vuelve su obra tan icónica, tan inmediatamente atractiva, y a la vez, la aleja de sus colegas que, aunque se alimentan de la misma cultura visual, la elaboran a través de estrategias eminentemente conceptuales, o bien se identifican con las grietas y disfuncionalidades del sistema y no con sus seducciones. Flavia, con toda su timidez y su tristeza, tiene vocación mainstream.

En la elaboración de estas obras no hay modelos contratados, ni viajes a locaciones distantes, ni asistentes, ni vestuaristas. La obra tampoco depende exclusivamente de las gracias del Photoshop. La artista hace todo y, fundamentalmente, actúa todos los personajes: es un hombre viejo, una mujer que se volvió loca, una ninfa, una adolescente caprichosa, un joven detective, una rubia de Miami, y también es Oskar, el niño que está muriendo y que es despedido por los demás personajes de la muestra. En un rincón de su living, Flavia se disfraza y se fotografía a sí misma en mil poses, como una actriz frente al espejo (observar, por ejemplo, los gestos de las manos de sus personajes, que se crispan de diversas maneras). Sólo cuando concluye esta primera etapa performática y fotográfica, la artista se sienta frente a la computadora como un pintor frente a su caballete e inicia el largo proceso de retoques digitales con el que va editando facciones, escalas, proporciones, gestos, contornos, colores, adornos, peinados, y va ubicando figuras y fondos; un proceso de transformación a través del cual la imagen fotográfica de la artista se va deformando y mutando en sorprendentes multiplicaciones. Y si bien los personajes funcionan como “otros”, con sus personalidades y estilos particulares, al mismo tiempo mantienen con su autora un sutil aire de familia, encarnando para Da Rin la fantasía de una identidad flexible desplegada al máximo; la posibilidad de devenir siempre otra, sin dejar de ser ella misma.